Coctel de incertidumbre en Guatemala
Guatemala: incertidumbres postpandemia en un sistema político condicionado por las crisis cíclicas | Fotografía: elmundo.cr
La aparición de la pandemia COVID-19 reafirmó la existencia de una serie de deficiencias estructurales en el sistema de salud público, en el sistema de seguridad social, en el sistema de garantías laborales y en el acceso y la calidad de los servicios públicos. Todas estas expresiones del Estado capturado habían sido evidenciadas de manera continuada durante la prolongación de la crisis política entre 2015 y 2019, una oportunidad para el cambio político que fue detenida por una alianza interélites de carácter transitoria que consistió en impedir la renovación el mandato de la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala y la solución político-institucional a la crisis que pasaba por la competencia electoral entre las dos figuras políticas más visibles de los sectores en contienda(1).
En ese sentido, las elecciones de 2019 abandonaron el tema marco de la corrupción que había dominado la opinión pública por cuatro años y dejaron dos resultados contradictorios: la victoria presidencial de un presidente apologista de la mano dura y de los valores tradicionales y uno de los mejores resultados parlamentarios para los partidos progresistas y refundacionistas desde el retorno de la democracia
En ese contexto de conflictos inconclusos y con un nuevo gobierno que apostó durante los primeros meses a declarar estados de sitio y de prevención(2) para combatir la violencia surgió la emergencia sanitaria por la pandemia. El gobierno adoptó rápidamente una serie de medidas de confinamiento y distanciamiento social de carácter parcial que le permitió contener la propagación de los contagios durante dos meses. Para el 13 de mayo había únicamente 1,342 casos, 29 fallecidos y 121 recuperados. Un mes y medio después, el escenario cambió, el gobierno cedió a las presiones del sector privado organizado y comenzó a tomar decisiones contradictorias cada semana, quedando atrapado entre la demanda de la sociedad civil por privilegiar la salud pública y la orden del sector privado organizado exigiendo la apertura de la economía.
Sin ser negacionistas de la segunda, el hecho de no agotar un plan de contención y respuesta tuvo como desenlace que la desesperación y la desconfianza a las medidas gubernamentales fueran ganando terreno, provocando que en la práctica se terminaran permitiendo el funcionamiento de la mayoría de actividades económicas y públicas. Al punto de que, para el 22 de junio, había 13,769 casos, 10,402 activos, 2,818 recuperados y 547 fallecidos.
El gobierno además fue ineficaz para transformar en insumos para los servicios de salud y seguridad pública las donaciones de agentes privados y para implementar los programas de protección social que aprobó el Congreso de la República. De hecho, a pesar de que la alianza oficialista tiene mayoría parlamentaria, por presión social y mediática, se aprobaron ayudas a la gente que son poco usuales en un Estado patrimonial dedicado sistemáticamente a priorizar los intereses particulares sobre el bien común. De esa cuenta, se aprobó el pago de aproximadamente 10 dólares a los trabajadores que tengan suspendido su contrato durante la emergencia, 130 dólares mensuales a los grupos más vulnerables, 390 mil dólares para rescatar a las micro, pequeñas y medianas empresas, bonos extraordinarios a los trabajadores de la salud, así como la prohibición de la suspensión y el diferimiento del pago de las cuotas de los servicios básicos que fue boicoteada por el presidente Alejandro Giammattei.
No obstante, fueron ayudas insuficientes para un país que tiene un 61.1% de pobreza multidimensional, una clase media que sobrevive al crédito y una élite captora que se queda de manera indebida aproximadamente 260,000 millones de dólares. Pero esta insuficiencia no solo ha tenido que ver con la mala ejecución del gobierno central, sino también con la falta de ampliación de la cobertura y en el aumento de los montos asignados, así como el espíritu de las propuestas, las cuales, aunque prácticamente inéditas, fueron pensadas desde el cortoplacismo más que desde una convicción de generar bienestar desde lo público.
Todavía no se ha podido imponer una lógica de marcar precedentes e iniciar legados que normalicen la priorización de la gente en las respuestas a las emergencias y a las crisis que surgen periódicamente en el seno de la sociedad.
Este planteamiento de revalorizar lo público se convierte en fundamental para enfrentar los efectos de esta emergencia sanitaria que comenzaron a expresar los primeros impactos sociales y económicos con las banderas blancas de las personas provenientes de los asentamientos precarios, el aumento del desempleo, la reducción de los salarios y la explosión de la precariedad laboral.
Son estas las bases de una posible crisis social alimentada por la incapacidad de gestión final del gobierno que serviría de caldo de cultivo para los sectores autoritarios, sobre todo, si consideramos los últimos acontecimientos políticos y en plena pandemia que han sucedido en El Salvador, Honduras y Nicaragua, y que han puesto en jaque a la institucionalidad y a los sectores democráticos de sus respectivos países.
A finales de noviembre, en un contexto condicionado por el aumento de la pérdida de legitimidad hacia el gobierno central, la separación política entre el presidente y el vicepresidente, así como por la incapacidad del ejecutivo para atender las consecuencias primarias del Covid-19 y de las tormentas tropicales ETA y IOTA, el Congreso de la República aprobó el presupuesto más desfinanciado de la historia en la que le recortaba dinero a los hospitales públicos sin importarle emergencia sanitaria, mientras que le aumentaba a los gastos destinados para la comida de los diputados.
El descaro se convirtió como en 2015 tras la revelación de escuchas telefónicas en la que una serie de funcionarios se repartían el dinero de las aduanas, en un agravio que desencadenó protestas sociales en contra del presidente y su alianza oficialista en el Congreso.
Las protestas culminaron con el Congreso en llamas, batallas campales y actuaciones represivas y desproporcionales por parte del ministro de Gobernación, gaseando a niñas y niños, realizando decenas de detenciones ilegales y dejando sin uno de sus ojos a dos manifestantes(3); así como con un llamado de los movimientos sociales hacia una asamblea constituyente que contrasta con la búsqueda de reformas al sistema electoral, al de seguridad y justicia, a las de contrataciones públicas y a la de administración tributaria que predominaron entre 2015 y 2017.
Este hilo de acontecimientos podría comenzar a revivir la disputa entre la restauración conservadora y el cambio político que se abrió por primera vez en 2015 tras el retorno de la democracia y la firma de los acuerdos de paz y que fue neutralizada en 2019 tras la victoria parcial y transitoria de lo que en septiembre de 2017 se denominó como “pacto de corruptos”. En sentido, los caminos progresistas para atender el país que vendrá después de la pandemia y de las crisis cíclicas del sistema político guatemalteco debe contemplar la disputa por el sentido común, así como la articulación y la participación política para la contención de un posible surgimiento de actores o movimientos extremadamente reaccionarios.
La disputa por el sentido común debe poner en el centro las dificultades recientes que ha enfrentado la población para sobrevivir a la pandemia sin equipo y sin recursos para atenderles, sin seguros para sostenerles mientras encuentran un nuevo empleo, sin institucionalidad de protección social, sin mecanismos humanitarios para despedirse de los suyos, sin garantías de llegar a fin de mes a la primera modificación de la normalidad, sin instituciones que protejan sus derechos ante la extralimitación de los patronos y los poderes financieros, sin fuentes de financiamiento para sostener, reimpulsar o reinventar sus negocios, sin oportunidades reales para emprender.
Mientras, que, la articulación y la participación política para el cambio político hacia una “nueva normalidad” debe consistir en la superación de las desconfianzas entre los potenciales aliados, los acercamientos regionales para diseñar alternativas programáticas a la captura del Estado y al autoritarismo de los actores hegemónicos, en la búsqueda de la ampliación de los derechos de las mujeres, pueblos indígenas y población LGBTIQ+, en el retorno a los barrios y a los territorios clientelarizados por el poder, así como en la compaginación de la estrategia y el proyecto político con una transición ecológicamente sostenible.
(1) Los que consideraban que la lucha contra la corrupción aportaba a la recuperación y la reforma del Estado, y los que por el contrario consideraban que se trataba de persecución ideológica y lawfare.
(2) Figuras de una ley de orden público que data de 1965, promulgada en un contexto de terrorismo y respuestas contrainsurgentes desde el Estado y organizaciones armadas paralela, y que se caracteriza por limitar garantías y libertades.
(3) El ministro Gendrí Reyes, formado en la Escuela de Carabineros de Chile, dio un espectáculo de represión que no se veía en la ciudad de Guatemala desde 2012 cuando el gobierno del presidente Pérez Molina, quien se encuentra detenido por actos de corrupción tras su renuncia en 2015, reprimió con antimotines a los estudiantes normalistas que se oponían a la desaparición de la carrera de magisterio.