La revolución guatemalteca de octubre del 44
Mujeres participantes en movimiento revolucionario del 20 de octubre de 1944. | Museo Nacional de Historia.
La revolución guatemalteca del 20 de octubre de 1944, un movimiento democrático-burgués, que terminó con la quinceañera dictadura Ubiquista fue el moméntum. El punto de partida para una década de crecimiento exponencial, el país experimentó su primera experiencia democrática a plenitud, de garantizar ampliamente derechos sociales y políticos, así como intentos de transformación de la estructura económica fincada en los intereses nacionales por encima de los capitales foráneos, especialmente, de origen estadounidense que a través de la economía de enclave se había adueñado de los sectores estratégicos de la matriz productiva. Impulsar el proyecto de desarrollo nacional de corte progresista más ambicioso que se conoce hasta hoy desató una avanzada contrarrevolucionaria en el seno de las minorías privilegiadas y de la Agencia Central de Inteligencia. La primera bajo convicciones autoritarias y coloniales; la segunda bajo una visión monopólica del involucramiento económico y dominio político de Estados Unidos en la región.
El gobierno de Juan José Arévalo Bermejo contuvo más de 30 intentos de golpes de Estado durante los seis años de su mandato y el de Juan Jacobo Arbenz Guzmán sucumbió en 1954 ante las operaciones encubiertas de la CIA denominadas PBFortune, PBSucess y PBHistory que habían sido llevadas a cabo militar, política y culturalmente para evitar que el ejemplo de Guatemala se extendiera en el resto de países de América Latina como reconocieran los aliados regionales de Estados Unidos. Fue la primera operación contrarrevolucionaria en su especie que después sería perfeccionada y replicada para derrocar gobiernos elegidos democráticamente en la región, como en República Dominicana en 1963, en Brasil en 1964 y en Chile en 1973. Como mencionara Arbenz en su discurso de investidura con tono predictivo “jamás en la historia de América, un país tan pequeño ha sido sometido a una presión tan grande”.
Pero, qué había molestado tanto a las oligarquías locales y a los accionistas de las corporaciones norteamericanas, especialmente, a los hermanos Dulles como para considerar el proyecto revolucionario como una amenaza que no podrían detener por medio de las urnas. La respuesta se encontraría en sus políticas. Si bien no eran políticas destinadas a la eliminación de la propiedad privada o de la estatización de los medios de producción, contravenían las relaciones laborales coloniales y los intereses patrimonialistas sobre lo público y lo común que mantenían la base del poder reorganizado tras la creación de la República en 1847, así como los beneficios económicos derivados del monopolio que la International Railways of Central America (IRCA) mantenía sobre las líneas férreas; del monopolio que la Electric Bond and Share Company (EBASCO) mantenía sobre la energía eléctrica y del acaparamiento que la United Fruit Company (UFCO) tenía sobre las tierras productivas, de las cuales tenían cultivadas menos del 3%, una expresión de desigualdad extrema que era todavía más grave debido a que el 2.2% de la población concentraba el 70% de las tierras.
Como escribiera Luis Cardoza y Aragón “hasta 1944 fuimos un Estado dentro de una compañía extranjera. Una banana republic con la libertad de Jonás en el vientre del monstruo”. En términos prácticos, el Estado le pertenecía a las oligarquías locales cafetaleras de tradición colonial y la compañía extranjera a la élite norteamericana en el poder. De la lucha contra esa atrasada realidad surge el sentido nacional-popular de los gobiernos de la revolución de octubre que hirió profundamente a los sectores que habían acumulado riqueza y poder en detrimento de la igualdad de derechos, de la libre participación política y de la dignificación de las condiciones sociales.
El triunvirato estableció la transición organizada y ordenada a las elecciones democráticas caracterizadas por la participación de los diferentes sectores ideológicos. A excepción de los comunistas que continuaban en la clandestinidad o en la participación política infiltrada y ejercida en partidos políticos moderados que no tenían planteamientos comunistas en su estructura organizativa ni programática. Una exclusión formal que se mantuvo hasta 1949, cuando durante el gobierno de Arévalo, los comunistas guatemaltecos pudieron organizarse abiertamente en el Partido Guatemalteco del Trabajo y operar según las directrices de su pensamiento político tras la aprobación en 1947 de la Ley que garantizaba la Libre Emisión del Pensamiento.
El gobierno de Arévalo se caracterizó por la implementación de profundas reformas sociales concentradas en los sectores medios y populares de las áreas urbanas a través de la formulación y la entrada en vigencia del código del trabajo, la fundación del instituto de seguridad social y la construcción de la novedosa y moderna infraestructura tipo federación de las escuelas públicas. Sus políticas impulsaron la modernización de la burocracia y el diseño institucional del Estado, la introducción de mejoras en las condiciones de vida para garantizar la ampliación de las clases medias, así como el reconocimiento de los derechos sociales y las libertades políticas de la democracia liberal.
Como dijera en su discurso de toma de posesión en 1945
“Guatemala se prepara dentro de la limitación de sus posibilidades económicas, contagiada de la angustia mundial, para demostrar que la idea democrática no es una idea simplemente electoral, sino un compromiso de orden social, orden económico, de orden cultural, de orden militar”.
O como dijera en el de despedida en 1951
“No sabría decirles si esto que ha logrado Guatemala deba llamarse democracia o cosa parecida. Los profesores de doctrina política le darán un nombre. Pero si por fatalidad de hábitos conceptuales o por comodidad idiomática quiere llamársele democracia; pido a vosotros testimonio multitudinario de que esta democracia guatemalteca no fue hitlerista ni fue cartaginesa”.
El gobierno de Arbenz, por su lado, tuvo un carácter económico. Se concentró en la transformación de la estructura económica, lejos de apuntar hacia un modo de producción comunista, lo hizo hacia la formación de un modelo capitalista, nacional y moderno que rompiera con el monopolio de la economía nacional en manos de corporaciones extranjeras y se configurara un sistema de competencias con una participación estratégica e importante del Estado para la redistribución de la riqueza. Para lograrlo, construyó la carretera al Atlántico para competir directamente con la vía férrea de la IRCA; construyó el puerto “Santo Tomás de Castilla” también en el Atlántico para el control de las exportaciones e importaciones; creó la planta hidroeléctrica Jurún Marinalá para romper el monopolio de la EBASCO; y, por último, cabildeó e implementó la reforma agraria, la cual consistía en convertir a los campesinos, predominantemente indígenas en propietarios de fincas, permitiéndoles obtener ingresos en actividades agrícolas, que luego invertirían en el circuito de consumo y en nuevas actividades productivas, repercutiendo de manera favorable en la expansión del mercado interno. Una reforma que fue tachada de comunista dado el papel de accionistas de los hermanos Dulles en la UFCO cuando realmente era una política agraria capitalista parecida a la que implementó Estados Unidos en el siglo XIX.
Como dijera Arbenz sobre la gota que derramaría la copa que la teoría neoclásica impide llenar: “La ley de Reforma Agraria, empieza la transformación económica de Guatemala; es el fruto más preciado de la revolución y la base fundamental del destino de la nación como un nuevo país. La ley se forma cancelando una parte de la gruesa deuda que las clases dirigentes y los gobernantes han contraído por largos siglos con el pueblo humilde, con el pueblo del campo, de camiseta de manta y sombreros de palma, que no tienen zapatos, que no tienen medicinas, ni dinero, ni letras, ni tierra”. De ahí seguramente surge el sentido de mea culpa que la CIA impregnó en sus archivos desclasificados cuando afirma: “qué daríamos por tener un Arbenz, mejor lo inventamos”.
La agenda social y económica de los diez años de primavera en el país de la eterna tiranía diría Cardoza y Aragón permitió un mayor acceso a la red de servicios públicos por parte de los sectores populares del campo y la ciudad, mejoró sus condiciones de vida, incorporó a las antiguas y nuevas clases medias en la disputa del poder político y representó un ascenso de la burguesía al poder que desató una disputa entre las burguesías emergentes y capitalistas en contra de las oligarquías cafetaleras y de tradición colonial. Fue un proyecto de amplia apertura democrática que permitió, como se ha señalado anteriormente, el surgimiento de nuevos partidos políticos con diferentes ideologías políticas y el establecimiento de las bases de una modernización capitalista y nacional.
Entre 1944 y 1954, Guatemala, pero también el mundo, estaba atravesada por los antagonismos de clase. Para ser sujeto de derechos primero debías estar involucrado de manera beneficiosa en el sistema económico y eso solo se lograba por medio de la propiedad. Es lo que buscó Arbenz, convertir indígenas campesinos en propietarios, en ciudadanos en todas sus letras. Un proyecto igual o más ambicioso para la época que las políticas sociales del gobierno de Arévalo dado que la desventaja en el circuito de desarrollo estaba vinculada a las actividades que se desarrollaban como sujeto económico.
La idea de sujeto político en el reconocimiento constitucional de derechos ancestrales y progresivos es relativamente reciente en Guatemala y data de la reforma constitucional de 1993, derivada en buena parte de la superación de conflictos armados y el terrorismo de Estado en la región; y, en retrospectiva, las bases establecidas por Arévalo eran adelantadísimas a su época. Pero la pretensión de utilizar las visiones de la actualidad para calificar cómo se veía a los actores protagónicos de aquel momento con las teorías, valores y convicciones de mediados de siglo XX para cazar un modelo crítico y explicativo es una posición revisionista alejada de la realidad que se desea interpretar. Pues desde esa óptica, las políticas de la década revolucionaria bajo los cánones de hoy sería consideradas medidas reformistas influenciadas por la social democracia que no trascendían de situar los problemas en clave económica. Para la época y sus circunstancias, eran políticas verdaderamente revolucionarias que establecía, por un lado, un sistema de derechos y libertades irrenunciables; y, por el otro, la transición hacia una matriz productiva capitalista nacional que pretendía dejar atrás la sociedad de la explotación, la miseria, el inmovilismo y el silencio. Dejar atrás a la patria del criollo.
Ciertamente, la década 44-54 estuvo basada en una profunda idea de soberanía nacional convertida en una política estatal en favor de las mayorías populares; y no como ha sido utilizada 75 años después, como un mecanismo[1] para proteger y garantizarle impunidad a grupos dedicados al crimen transnacional, a camarillas de funcionarios públicos que saquean los recursos públicos y a cámaras empresariales devenidas en redes ilícitas aún con actitudes patrimonialistas que se distribuyen la institucionalidad y la territorialidad del Estado. Fue nacional-popular porque articuló una idea de protección del pueblo y de lo común a través de lo público, en donde los trabajadores y los indígenas campesinos, los sectores más vulnerables de la sociedad no se quedaron atrás. Fue el moméntum, el origen en común de las fuerzas democráticas, progresistas y populares que hoy se plantean la recuperación del Estado bajo asedio.
[1] Por medio del bloqueo o la expulsión de actores y organizaciones internacionales (como la CICIG) que ha colaborado abiertamente en la lucha contra la corrupción y la impunidad en el país.