El periodismo ha muerto

La batalla cultural se tragó al periodismo y lo regurgitó como meme: una caricatura de sí mismo, atrapada entre la lógica de la viralidad, la adicción al escándalo y el algoritmo como editor en jefe.
Por Matias Federico Boglione.
Lo que murió no es sólo un oficio, sino la idea de que informar con rigor era una forma de construir comunidad. Lo reemplazó una competencia por gritar más fuerte y tener más likes.
El periodismo en terapia intensiva
En una era donde un influencer de TikTok puede dictar la agenda pública más eficazmente que un editor de un diario centenario, y donde políticos outsiders se comunican directamente con sus seguidores a través de transmisiones en vivo, el periodismo tradicional parece haber sido relegado al papel de espectador en su propio funeral.
Pero hago una aclaración: cuando hablo de la “muerte del periodismo”, no me refiero a la desaparición de los periodistas como profesionales, sino al colapso de un ideal. Ese periodismo que investigaba, que cuestionaba al poder, que servía como contrapeso en una democracia saludable. Ese periodismo que, en teoría, debía informar con rigor y ética, y que ahora yace sepultado bajo una avalancha de desinformación, entretenimiento disfrazado de noticia y discursos polarizantes.
La confianza en los medios ha alcanzado mínimos históricos. Según una encuesta de Gallup de 2024, solo el 31% de los estadounidenses confía en los medios para informar de manera completa, precisa y justa. En Argentina, el interés por las noticias ha caído 32 puntos desde 2017, y hasta el 45% de los argentinos evita las noticias por completo.
Mientras tanto, la concentración de la propiedad de los medios ha reducido la diversidad de puntos de vista y ha creado conflictos de interés, sesgos y hasta la supresión de información que contradice los intereses económicos o políticos de las corporaciones propietarias.
Es a partir de este contexto que propongo realizar una autopsia del periodismo como función crítica y socialmente relevante. Analizaré las causas de su declive, las consecuencias para la democracia y la sociedad, y exploraremos si existen formas emergentes de activismo informativo que puedan resucitar, al menos en parte, el espíritu del periodismo que alguna vez conocimos.
El funeral del periodismo
No hay que ser muy perspicaz para notar que algo huele mal en la sala de redacción. No es sólo el café recalentado o el humo que venden algunos mercenarios informativos que se presentan como periodistas: es el olor inconfundible de la descomposición de un modelo que alguna vez prometió ser el ángel guardián de la democracia. Ese modelo —el del periodismo como servicio público, fiscalizador del poder y constructor de ciudadanía— hoy respira con asistencia mecánica, mientras la infoentretenimiento, el clickbait y la propaganda disfrazada de pluralismo lo rodean como cuervos.
¿Dónde están los periodistas de investigación?
Una revisión de las redacciones actuales revela una triste constante: cada vez hay menos espacios y recursos destinados a la investigación periodística profunda. Según el Digital News Report 2024 del Instituto Reuters, sólo el 11% de los medios en América Latina sostiene una unidad dedicada exclusivamente a la investigación. El resto se diluye en notas de último momento, resúmenes virales o contenido patrocinado.
¿Las razones? Tan simples como brutales: los costos de investigar no compiten con los réditos inmediatos del escándalo o lo viral, además de que podrían incomodar a intereses que, por regla general, están fuertemente imbrincados con los propios intereses de los propietarios de esos medios en cuestión. A las redacciones les resulta más rentable explotar el algoritmo que escarbar la verdad.
Crisis de legitimidad y confianza
La confianza en los medios tradicionales sigue desplomandose. En EE. UU., Gallup reporta que sólo el 7% de los jóvenes entre 18 y 29 años confía “mucho” en los medios de comunicación. En América Latina, un informe de Latinobarómetro 2023 mostró que la mayoría de la población no cree que los medios informen con imparcialidad ni transparencia.
Lo irónico es que, frente al descrédito del periodismo institucional, los vacíos informativos los ocupan actores igual o más problemáticos: influencers opinólogos, medios alternativos sin filtros éticos, “expertos” en nutrición, salud mental, finanzas personales o políticos que transmiten desde su living como si fueran predicadores digitales. ¿Periodismo ciudadano? En algunos casos, sí. Pero en muchos otros, ciudadanos sin periodismo.
La famosa “objetividad periodística” —ese ideal del siglo XX— hoy ha sido desmantelada por el algoritmo, que no busca informar sino maximizar la permanencia del usuario en la plataforma. El resultado: un ecosistema de hipersegmentación, donde cada cual consume la realidad que más confirma sus prejuicios.
Los medios ya no compiten por informar, sino por mantenernos adicto (ver los aportes de Paul Preciado en este sentido). Y en un sistema que premia la indignación, la polarización se convierte en moneda de cambio.
El periodismo devorado por el espectáculo y el capital
En la novela de Orwell, el Ministerio de la Verdad no informaba: fabricaba. En nuestro presente no muy lejano (o quizás ahora mismo), los medios tampoco informan: entretenen, polarizan, distraen, reafirman. Y lo hacen por una razón estructural: el periodismo ha sido subsumido dentro de la lógica del capital y el espectáculo. No se trata sólo de una decadencia ética o de un problema con los jóvenes que “no quieren leer”. Se trata de un cambio sistémico.
Noam Chomsky y Edward Herman lo advirtieron ya en Manufacturing Consent: los medios no están diseñados para informar a la ciudadanía, sino para proteger los intereses de quienes los financian y poseen, para que alimenten narrativas que permitan justificar medidas impopulares, guerras comerciales o movimientos geopolíticos. Robert McChesney profundiza: el problema no es sólo qué se dice, sino lo que se elige no decir. En un ecosistema mediático hiperconcentrado, el silencio puede ser tan poderoso como el grito.
Y afirmar que hay concentración mediática parece una obviedad, pero nunca viene mal recordarlo antes de consumir un pedazo de información: en América Latina, el 80% de los medios de mayor alcance pertenecen a un puñado de conglomerados económicos, que además operan en sectores clave como energía, finanzas o agronegocios. Es decir: los que deberían ser investigados… son también los que pagan la cuenta.
Algoritmos y polarización: la tormenta perfecta
¿Qué pasó con la promesa de que internet vení a democratizar el conocimiento?. En teoría, cualquier persona con un celular puede convertirse en emisor. En la práctica, lo que tenemos es una plataformización del discurso, en la que el contenido que más circula no es el más verdadero, sino el más rentable emocionalmente: indignación, escándalo, humor negro, reafirmación tribal. ¿Qué lugar ocupa la verdad? Parece que ninguno muy relevante.
Las redes sociales no son neutrales. Su arquitectura promueve la viralización de lo extremo, la simplificación de lo complejo y la confirmación de sesgos. Y si a eso le sumamos la presencia de políticos que entienden el juego mejor que muchos periodistas, tenemos como resultado una esfera pública que ya no delibera, sino que grita.
La polarización no es sólo un efecto colateral. Es un negocio. Divide, enfurece, fideliza. La lógica amigo-enemigo —Carl Schmitt estaría orgulloso— se ha convertido en el principal motor de la industria mediática contemporánea. Ya no hay espacio para los matices, los grises, los análisis contextuales. Sólo importa si estás “de un lado o del otro”. Y el periodismo, como mediador social, queda atrapado en ese binarismo paralizante. Lo único importante es tener razón.
Capitalismo en crisis, medios en guerra
Todo esto ocurre, además, en un contexto de crisis estructural del capitalismo global: inflación persistente, concentración de la riqueza, degradación ambiental, incertidumbre laboral, crisis de representación. La consecuencia no es sólo económica, sino profundamente política. Y los medios, lejos de explicar, se convierten en parte de la maquinaria de legitimación o distracción.
Karl Polanyi, en La gran transformación, ya lo había advertido: cuando el capitalismo entra en crisis y el mercado no puede sostener las promesas de bienestar, resurgen con fuerza los movimientos extremistas, el autoritarismo, la xenofobia y la violencia política. Lo vimos en los años 30. Lo estamos viendo hoy, disfrazado de guerra cultural o “sentido común reaccionario”.
En ese clima, los medios abandonan su rol de fiscalizadores del poder y pasan a funcionar como amplificadores de narrativas apocalípticas, como plataformas de resentimiento, o como instrumentos de propaganda soft. La cobertura mediática ya no busca complejidad ni contexto: busca culpables rápidos. Y así, la crisis se vuelve espectáculo, y el espectáculo anestesia la posibilidad de comprensión crítica.
Los flujos migratorios, el colapso ambiental, el auge de la ultraderecha, las guerras informativas… todo se narra en clave de confrontación, urgencia y miedo. El periodismo, atrapado en esa lógica, pierde su capacidad de traducir el caos en sentido común compartido. Y sin sentido común, no hay comunidad posible.
Democracias frágiles, sociedades sordas
Cuando el periodismo deja de cumplir su rol como cuarto poder, no sólo muere una profesión: tiembla la democracia misma. Porque sin información confiable, sin escrutinio al poder, sin investigación independiente, lo que queda es ruido. Y en el ruido, ganan siempre los que más gritan… o los que más dinero tienen para amplificar su voz.
La saturación de información (que es otra forma de desinformación y manipulación) ha generado una ciudadanía que ya no puede —o no quiere— diferenciar hechos de opiniones, periodismo de propaganda, análisis de meme. ¿Será que, quizás, nos da miedo descubrir que el mundo está mucho más jodido de lo que aparenta? Las universidades enseñan “pensamiento crítico”, pero los medios lo anestesian minuto a minuto con microescándalos, titulares incendiarios y debates falsamente equilibrados que ponen en igualdad a un científico y a un terraplanista.
En este paisaje, el debate público ha sido sustituido por una constante batalla cultural donde ya no se discuten ideas, sino identidades. Ser “de un lado” u “otro” se convierte en una definición existencial. El otro deja de ser adversario para convertirse en enemigo. Y en esa lógica de Carl Schmitt 2.0, no hay espacio para el periodismo, porque el periodismo exige incomodar a todos.
Este fenómeno no sólo destruye el periodismo, sino que erosiona el tejido comunitario. La conversación pública ya no busca consensos ni verdades comunes: busca aplausos, retuits, refuerzos para el sesgo. ¿Escuchar al otro? ¿Cambiar de opinión? ¿Aceptar una crítica bien argumentada? Impensable. Sería como ceder terreno en una guerra, y nadie quiere ser el “blando” de su bando.
En un sistema democrático sano, el periodismo funciona como una válvula de escape, un regulador simbólico del poder. Cuando eso se rompe, la presión crece hasta que estallan los extremos. Lo estamos viendo: renacer de ultraderechas con discursos paranoides, criminalización de la disidencia, persecución a minorías, exacerbación del miedo al otro. Y en paralelo, un progresismo atrapado en su propia burbuja de corrección política, más preocupado por ganar debates en redes que por construir mayorías sociales.
El resultado: sociedades cada vez más fragmentadas, incapaces de construir un nosotros compartido.
¿Muerte o metamorfosis? El espejismo del renacer
Ante este panorama sombrío, cabe preguntarse: ¿murió el periodismo o simplemente mutó en algo que aún no comprendemos del todo? Queda abierta la posibilidad de que no estemos frente a un cadáver, sino ante una criatura mutante: algo que conserva rastros del periodismo clásico, pero adaptado (o deformado) por la era digital, la economía de la atención y la híperpolarización.
Es cierto, no todo está perdido (nunca lo estará). Existen proyectos independientes que, con escasos recursos, siguen apostando a la investigación rigurosa, la denuncia de abusos, la exposición del poder. Medios como El Surtidor (Paraguay), La Silla Vacía (Colombia), CIPER (Chile) o Chequeado (Argentina) son ejemplos en América Latina de un periodismo incómodo, de trinchera, que insiste en servir al bien común. En otros casos, periodistas desplazados de los medios tradicionales reaparecen en newsletters, podcasts o canales de YouTube, construyendo su propio nicho de comunidad informada.
Pero estos ejemplos, si bien valiosos, no alcanzan a contrarrestar el proceso hegemónico de banalización y polarización informativa. La mayoría de estas experiencias sobrevive más por militancia que por sustentabilidad. Y muchas veces, al insertarse en la misma lógica de las redes, terminan forzadas a adoptar códigos virales, simplificaciones o grietas temáticas para poder “existir” en el nuevo ecosistema.
El espejismo de la “pluralidad”
Otro síntoma de esta metamorfosis incompleta es la ilusión de pluralidad: el hecho de que hoy existan millones de voces en circulación no significa que exista verdadero debate o diversidad de opiniones. Al contrario: la fragmentación lleva a la creación de cámaras de eco, donde cada tribu se autoafirma y se vuelve impermeable a cualquier mirada externa.
Los algoritmos hacen lo suyo, reparten alimento ideológico a cada bando, y refuerzan la sensación de estar “informado”, cuando en realidad estamos entrenados para consumir “nuestra verdad”. ¿Y el periodismo? Convertido en un actor más dentro de esa arena, muchas veces resigna su autonomía crítica para no perder audiencia, patrocinio o relevancia.
Tal vez uno de los síntomas más sutiles (y peligrosos) de esta transformación es la deriva moralizante del periodismo. En vez de investigar hechos, el periodismo mutante muchas veces se limita a condenar conductas, a marcar el bien y el mal según los valores de su público o limitarse a hechos meramente policiales. El resultado es un periodismo performático, indignado, tribunero. Se parece más a un púlpito que a una redacción.
Y, aunque a veces necesario, este periodismo de trinchera también contribuye a la guerra simbólica permanente, a esa lógica amigo/enemigo que ya hemos descrito. No hay espacio para la complejidad. No hay dudas. No hay matices. Las preguntas ya no son importantes. Incomodar ya no es sinónimo de transformación social.
Periodismo, Q.E.P.D.
Si el periodismo era —como alguna vez se lo definió— “el primer borrador de la historia”, hoy ese borrador ha sido tachado, editado por intereses privados, reescrito por algoritmos y finalmente archivado en un servidor de Silicon Valley. ¿El resultado? Un periodismo sin cuerpo, sin alma y sin comunidad. Un zombi digital que deambula entre titulares virales, debates vacíos y fragmentos de indignación.
Lo que murió, entonces, no es sólo una forma de ejercer una profesión. Lo que murió es una idea: la de que el acceso a la verdad es un derecho colectivo y no un bien transable. Murió el periodismo como servicio público, como instrumento de control social del poder, como puente entre la ciudadanía y la realidad. Lo reemplazó una caricatura: el notero viral, el opinólogo de turno, el influencer comprometido con… su propia marca personal.
¿Hay mutaciones? Sí. ¿Hay resistencia? Sin dudas. Pero son excepciones heroicas en un sistema que recompensa lo simple, lo espectacular, lo tribal. Las nuevas voces informativas —aunque necesarias— muchas veces terminan atrapadas en la misma lógica de polarización y urgencia que prometían superar. La batalla cultural se tragó al periodismo y lo regurgitó como meme.
Tal vez no sea el final definitivo. Tal vez, en algún rincón periférico y contradictorio, florezca una nueva forma de hacer periodismo: menos solemne, más participativo, más incómodo. Pero para que eso ocurra, tal vez haya que aceptar primero que el periodismo que conocimos, idealizamos o enseñamos… ya no existe.
Y si algún día vuelve, que no lo haga para contarnos lo que pasó, sino para ayudarnos a entender qué carajo nos pasó a nosotros.