La paz en Gaza se celebra en los foros internacionales mientras las ruinas aún humean y los cadáveres se siguen contando de a miles. ¿Qué tipo de paz puede surgir del negocio de la reconstrucción de la tierra arrasada?
Por Coloma Campos Romero.
La diplomacia se convierte en marketing y los acuerdos en herramientas de posicionamiento económico. No hay paz sin justicia, ni justicia sin memoria.
La paz como espectáculo
En los últimos meses, titulares de todo el mundo celebraron el supuesto “acuerdo histórico” que ponía fin a la guerra en Gaza. Políticos, diplomáticos y analistas hablaron de una nueva etapa de estabilidad en Oriente Medio. Pero mientras los micrófonos recogían discursos sobre paz y reconciliación, en el terreno seguían los entierros.
Más de 67.000 palestinos muertos, un 30 % de ellos menores, decenas de hospitales destruidos, infraestructura colapsada y una crisis humanitaria que Naciones Unidas ha calificado como una de las peores del siglo XXI. Y sin embargo, los comunicados oficiales prefieren hablar de esperanza y reconstrucción.
La pregunta es incómoda pero necesaria: ¿qué tipo de paz se celebra cuando la destrucción todavía humea? ¿quién gana con esta “nueva era” de oportunidades?
De la guerra al mercado
En las relaciones internacionales contemporáneas, la guerra y la reconstrucción funcionan como dos fases del mismo negocio. Las potencias que financian los bombardeos suelen ser las mismas que luego financian la reconstrucción. El ciclo es perverso pero rentable: se destruye para volver a construir, se arrasa para volver a invertir.
Desde 2024, organismos multilaterales y empresas privadas ya compiten por participar en los programas de reconstrucción de Gaza, con un valor estimado de más de 50.000 millones de dólares. Fondos árabes, compañías europeas de ingeniería y conglomerados estadounidenses ya han expresado interés.
El lenguaje también se ajusta al nuevo escenario: donde antes se hablaba de “invasión”, ahora se habla de desarrollo sostenible; donde antes se contaban bajas civiles, ahora se contabilizan oportunidades de inversión. Es el triunfo de la paz en Gaza gestionada como producto, una paz que se planifica en congresos internacionales, que se vende en ferias y que se cotiza en los mercados de futuros.
La diplomacia se convierte en marketing y los acuerdos en herramientas de posicionamiento económico. El sufrimiento se traduce en cifras de crecimiento y los derechos humanos se transforman en indicadores de rentabilidad. Lo que alguna vez fue tragedia, hoy se presenta como oportunidad de negocio.
La narrativa del alto el fuego
Los acuerdos de cese de hostilidades firmados en 2025 han sido presentados como un logro diplomático sin precedentes. La narrativa dominante insiste en que se trata del comienzo de un proceso político irreversible. Pero los hechos sobre el terreno sugieren otra cosa.
Más del 80 % de la población gazatí sigue desplazada, el sistema sanitario apenas funciona y el acceso al agua potable continúa restringido. La “normalidad” prometida se reduce a una tregua precaria, mantenida bajo vigilancia militar y dependencia total de la ayuda exterior.
En los barrios destruidos, las tiendas improvisadas y las escuelas en ruinas conviven con los carteles de los nuevos proyectos internacionales que prometen “resiliencia” y “esperanza”. La brecha entre el discurso oficial y la realidad cotidiana nunca ha sido tan visible.
La historia reciente demuestra que los altos el fuego sin justicia social ni reparación real no construyen paz, solo la maquillan. El sociólogo Johan Galtung lo definió hace décadas: “La paz negativa es la ausencia de guerra; la paz positiva es la presencia de justicia.” En Gaza, hoy, apenas hay ausencia parcial de guerra.
El Nobel y la ironía diplomática
En medio de este contexto, algunos sectores políticos y mediáticos han sugerido nominar a Donald Trump al Premio Nobel de la Paz por su supuesto papel mediador en el acuerdo. La propuesta, más que un reconocimiento, parece una broma pesada.
Trump ha sido un actor polarizador en casi todos los conflictos de la última década. Durante su presidencia, trasladó la embajada estadounidense a Jerusalén, reconoció la soberanía israelí sobre los Altos del Golán y redujo la financiación a la UNRWA, la agencia de la ONU para los refugiados palestinos. Ahora, sin ocupar cargo alguno, busca capitalizar políticamente el final de una guerra que su propio legado ayudó a encender.
El Nobel, convertido en un símbolo de la ironía internacional, premia más la retórica que los resultados. Si Kissinger lo ganó tras los bombardeos de Vietnam, no sorprende que Trump aspire a obtenerlo sobre los escombros de Gaza.
Lo que debería ser un reconocimiento a la reconciliación auténtica se ha convertido en un instrumento de legitimación política. La paz en Gaza, en este escenario, ya no se negocia: se publicita.
Reescribir la paz en Gaza
Lo más peligroso no es la propaganda, sino su aceptación. La opinión pública mundial parece habituada a las guerras que se resuelven por decreto. Pero ninguna sociedad puede reconstruirse sin verdad, justicia y rendición de cuentas.
Hoy se habla de reconstrucción inclusiva, de paz sostenible o de resiliencia comunitaria, pero rara vez se menciona la responsabilidad política y moral de quienes facilitaron el desastre. Los mismos actores que callaron ante los bombardeos ahora se presentan como arquitectos de un futuro común. En los informes técnicos y las conferencias internacionales, Gaza se transforma en un proyecto de ingeniería, no en una herida humana.
Las cifras sustituyen los nombres; los contratos, las biografías. En ese tránsito burocrático, la memoria se diluye. La reconstrucción se convierte en una operación administrativa, desprovista de emoción y de ética. Reescribir la paz en Gaza implica también rescatar la humanidad que los discursos oficiales intentan borrar.
Paz, política y memoria
Cada guerra deja, además de ruinas, una disputa sobre el relato. La reconstrucción no solo es material, sino simbólica: quién cuenta la historia, quién decide qué se recuerda y qué se olvida. El riesgo es evidente: convertir la tragedia en un capítulo administrable de la geopolítica, donde la memoria colectiva se reduce a estadísticas.
Las generaciones futuras podrían heredar una versión desinfectada del conflicto, una narrativa donde los responsables desaparecen y solo quedan términos técnicos: “daños colaterales”, “procesos de paz”, “reformas institucionales”. Así, el lenguaje actúa como anestesia moral.
Nombrar es un acto político, y callar también lo es. La llamada “paz” se vuelve una categoría diplomática vacía: una pausa útil para quienes negocian desde lejos, pero inútil para quienes sobreviven bajo las ruinas.
La verdadera paz en Gaza no puede medirse en contratos firmados ni en megaproyectos urbanísticos, sino en la capacidad de garantizar derechos básicos y dignidad. Mientras eso no ocurra, la palabra paz seguirá siendo un espejismo.
La paz como deuda
El discurso de la paz en Gaza es el reflejo de una política internacional que confunde silencio con estabilidad. El alto el fuego se celebra como victoria, aunque sea apenas un interludio antes del próximo estallido. Mientras se reparte el negocio de la reconstrucción, el mundo vuelve la vista hacia otro lado.
La paz, convertida en espectáculo, se presenta en cumbres globales como una historia de éxito colectivo, pero en las calles de Gaza sigue oliendo a polvo y a miedo. El contraste entre la retórica y la realidad es tan brutal como la propia guerra. El lenguaje diplomático busca clausurar el conflicto; la vida cotidiana lo mantiene abierto. Y así, la palabra “paz” queda reducida a un eslogan que suena bien en los foros de Davos.
Pero no hay paz sin justicia, ni justicia sin memoria. Y si lo que hoy se celebra es una tregua construida sobre escombros, entonces la paz, más que un logro, es una deuda pendiente. Una deuda que no se salda con discursos ni con premios, sino con verdad, reparación y dignidad.