La superioridad moral no es nueva: solo muta y se adapta a cada época. Del “es por tu bien” al influencer mesiánico, la arrogancia moral tiene muchos rostros.
Por Ferney González.
El anonimato planificado y la necesidad de exhibir superioridad moral convierten las redes sociales en verdaderos campos de batalla ideológicos, donde cada usuario juega al guerrero moral desde su teclado.
La superioridad moral como gesto cotidiano
Podemos definir la superioridad moral como la actitud de nuestros mayores al hacernos entender por qué ellos son mejores en ciertas cosas que nosotros. Nos lo hacen ver como regaño, lección a tener en cuenta o de cualquier manera que usted se pueda imaginar. La superioridad moral no solo se queda en eso, sino que evoluciona a otros campos de la vida, como el social, político, cultural e incluso colándose en temas delicados y polémicos como la religión.
No importa el campo en el que la superioridad moral se encuentre, siempre se manifestará de la misma manera. Eso sí, yo como escritor de este artículo no me hago responsable de cuán rancia y ácida es la superioridad moral de ciertos grupos de nuestra sociedad actual, ya que no se ha quedado estática en ningún momento; al contrario, se ha mantenido en una evolución constante y alarmante.
Un ejemplo claro es que cuando uno de niño quería hacer algo que dentro de sus posibilidades estaba “mal” o “prohibido”, los padres o cualquier familiar decían un discurso sumamente efectivo para la edad de uno: el clásico mantra “es por tu bien”. Y uno como buen hijo debía cumplir con esa petición clásica. Es una petición algo repetida, pero tiene un trasfondo complejo. Es una clase de poder pequeño que se hace grande, ya que siempre, o la mayoría de las veces, es una persona mayor la que nos suelta esa frase tradicional que funciona como brújula forzada.

Pero aquí viene una duda más inquietante para cualquier joven que por lo menos lea un poco en su día a día: ¿qué es el bien y qué es el mal? Esta dualidad, aunque necesaria, es la que ha estado en la humanidad durante siglos, y creo que es la paradoja que nos ha guiado con muchos problemas. Irónicamente, uno puede hacer el bien, pero a otra persona o grupo puede ser un mal no deseado, y si uno hace el mal, la misma paradoja se repite con más furor.
Así que la idea dualista de explicar al ser humano como “bueno y malo” se queda corta ante muchas cosas complejas que pasan en este mundo, ya que los intereses primordiales no son los de la gente sino los de sus líderes, que son proclamados como ídolos de carne y hueso por un pueblo siempre dispuesto a entregarles algún tipo de autoridad moral.
Ídolos modernos, herencias antiguas
Algunas veces se usa la excusa del pasado como algo ya pisado, algo incómodo que más nadie quiere saber, ya que estamos en el presente, pero el pasado refleja más cosas que la misma actualidad abrumadora. Entre esas cosas están los famosos ídolos de la antigüedad. En tiempos remotos el ser humano le ha dado culto a distintas divinidades hechas en piedra, metales o yeso que eran capaces de cometer actos milagrosos. Antiguamente se creía eso porque era parte del mito y de la leyenda de la tribu.
En la actualidad, a pesar de que no hacemos actos en nombre de estatuillas, el mismo error se repite; ahora la gente no idolatra estatuas porque las cambió por humanos de carne y hueso. La idolatría es un tema delicado en estos tiempos, en especial cuando cualquier aparecido es el mesías o el redentor universal de todos los perdidos en este mundo lleno de contradicciones.
Actualmente, con la era digital, nuestros ídolos cambian, pero el formato se sigue manteniendo: la sumisión total a una figura a la que se le adhieren poderes milagrosos, ya sea tu magnate favorito o ese influencer de confianza que tanto admiras. Todos son resultados de la misma fórmula, y no importa cuán adorador de ellos seas, es muy poco probable que no seas como tu multimillonario favorito, ya que no todos nacen en cuna de oro; algunos de plata, otros de bronce o incluso de madera. Esa distancia inevitable alimenta aún más la superioridad moral de quienes se sienten cerca del poder y la replican como si fuera contagiosa.

En la obra La genealogía de la moral (1887), Nietzsche nos muestra cómo los que se llaman “buenos” crean lo que llamamos bien. Fueron los nobles, los reyes y gran parte del clérigo quienes promovían esta idea de superioridad moral, pero después los valores se vieron invertidos: de repente era bueno lo débil y malo lo fuerte o vital. Ahora en nuestros días la tan aclamada superioridad moral es heredera de esa paradoja que dejaron los valores de la moral judeocristiana, y esa herencia opera todavía con una intensidad que sorprende.
Cuando Nietzsche se refiere a moral judeocristiana, no se refiere a un odio implícito hacia los judíos, sino a una crítica ferviente a la interpretación que el cristianismo le da a estos valores con la ayuda de Pablo de Tarso. Incluso el mismo Nietzsche se refirió a él de una manera casi dramáticamente floral: “El cristianismo es una interpretación judía, salida de un suelo judío, pero universalizada y corrompida en la boca de Pablo”. Pero aquí hay un problema: el cristianismo siempre ha buscado de manera desesperada el prosélito y la imposición constante, algo que el judaísmo no ha hecho en sus más de 3000 años de historia.
Un ejemplo claro de ese proselitismo en la actualidad es cuando sin razón ni propósito bautizan a uno en la iglesia católica. Y ahí radica el detalle: ¿acaso un niño pequeño quiere bañarse en agua bendita por imposición cultural y social? Por lo tanto, la superioridad moral se agarra de las manos con la imposición cultural, algo que disgusta a cualquier persona que se digne a pensar sobre su contexto.
Podemos considerar el bautizo infantil como imposición cristiana menor, ya que siglos atrás la imposición era más bizarra y oscura. La famosa Inquisición perseguía herejes y judaizantes, y sus penas eran desde la cárcel hasta ser quemado en la hoguera en frente de todos. En esos espacios no podían faltar los que apoyaban eso al punto de avalar la muerte de inocentes solo por no tener sus mismas creencias o guardar tradiciones de sus antepasados.
Aún en la actualidad ese eco de proselitismo se siente sin importar la denominación de la iglesia. Ahora, aparte del bautizo infantil, están algunos predicadores que viven bajo el lema “Acepta a Cristo o te vas al infierno”, siendo un reflejo vigente sobre cómo el pasado explica mejor nuestro presente.
Purezas imaginarias y batallas ideológicas
La misma problemática sucede con los redpillers e hispanistas en redes sociales. Suelen usar expresiones como “en América había virreinatos” o “España te dio cultura o civilización”. Ambas premisas tienen un origen común y es parte de la influencia romana en Europa: ellos construían caminos y otras infraestructuras sobre sus tierras conquistadas para soltar esa misma afirmación clásica, dejando a un lado los abusos que estos cometían en esas zonas.
No negamos nuestro origen español, pero creo que sería mejor que los españoles acepten primero la influencia de los árabes, bereberes y judíos sefardíes en la península ibérica, ya que ellos también hicieron sus respectivos aportes en lo que hoy conocemos como Andalucía. Así que la idea de la pureza racial o de los “moros invasores” se cae sola. Nuevamente, la superioridad moral cae sola, demostrando que en todas las épocas ha estado, solo que se manifiesta en distintas maneras y sabores dependiendo de cuán exigente sea vuestro vil paladar desesperado por su pureza racial, cuando vosotros sois producto de una mezcla tan común como la del resto de los pueblos que habitan este planeta.

Y aquí viene un concepto nuevo que explica la superioridad moral: la posrealidad. La posrealidad surge cuando el individuo pretende defender una causa ideológica que fue producto de su emoción. Lo que el individuo no sabe es que su esfuerzo no será recompensado de la mejor manera posible.
La diferencia entre este concepto y el de la hiperrealidad de Baudrillard es que ya no se trata de la distorsión de la realidad o del símbolo que la perturba, sino de la defensa abierta de la alteración de la misma realidad. A pesar de la abstracción de ambos conceptos, explican muy bien cómo funciona la superioridad moral en cualquier aspecto de nuestra sociedad, y ayudan a entender por qué ciertos discursos prosperan mientras otros se evaporan sin dejar huella.
Por lo tanto, la posrealidad no es un fenómeno super nuevo, sino la evolución de la hiperrealidad de Baudrillard, solo que con las redes sociales este fenómeno tiende a aumentar, ya que el anonimato planeado y la oportunidad de mostrar algo de superioridad moral en la red nunca se pierde. Al contrario, se intensifica para que nuestros guerreros ideológicos se tomen la sección de comentarios como su campo de batalla favorito, donde luchan sin armadura pero con un teclado en la mano.
La constante mutación de la superioridad moral
Lo que podemos concluir de esta problemática generacional abarca cualquier sector que nos podamos imaginar, ya que es un virus que no se va tan fácil: con el paso del tiempo va mutando. Desde la superioridad de nuestros mayores al momento de regañarnos, nuestros influencers de confianza que tanto idolatramos porque queremos tener su estilo de vida perfecto que nos presentan en sus redes, el proselitismo cristiano que hasta el día de hoy se sale con la suya bautizando niños, y los hispanistas negando la violencia de su imperio creyendo que sus “enemigos” les llevan la delantera.
Todos estos ejemplos son el claro poder que tiene el pasado sobre el presente y cómo ciertos comportamientos pueden ir evolucionando acorde a cada sector social.