Seis años después del estallido social en Chile, el país sigue enfrentando las heridas abiertas de su propio modelo. | Fotografía: Javier Vergara.
Por José María Jarry.
El 18-O no fundó una nueva era; clausuró la anterior. La revuelta reveló las desigualdades y la fragilidad del pacto democrático chileno.
A seis años del 18 de Octubre: Chile frente a su espejo
En el sexto año tras el estallido social en Chile del 18 de octubre de 2019, la sociedad continúa procesando los efectos de una fractura histórica. La revuelta no fue una irrupción súbita ni un acto conspirativo, sino la expresión acumulada de malestares incubados durante décadas bajo un modelo económico y político que prometió prosperidad y crecimiento.

La crisis fue un agotamiento simultáneo del contrato neoliberal, de la cultura del consenso postransicional y de la confianza en la política representativa. El estallido evidenció la crisis estructural del orden, pero su deriva populista y la incapacidad del sistema político para canalizarla derivaron en una restauración conservadora, expresada tanto en el fracaso de los procesos constituyentes como en la pérdida de legitimidad de la propia democracia.
Las raíces del estallido: promesas y frustraciones del modelo chileno
El estallido social en Chile debe entenderse como producto de una larga acumulación de tensiones. Durante más de treinta años, el modelo chileno sostuvo un equilibrio precario entre crecimiento económico y exclusión social. La reducción de la pobreza coexistió con una desigualdad persistente, el acceso a bienes públicos se privatizó mediante endeudamiento, y las políticas sociales fueron concebidas bajo criterios de focalización antes que de universalidad.
El resultado fue una ciudadanía atrapada en un régimen de promesas incumplidas: inclusión formal sin seguridad material. La expansión del consumo y la financiarización del bienestar generaron expectativas que el propio sistema era incapaz de satisfacer. El 18-O fue, en este sentido, una revuelta contra el costo moral del neoliberalismo más que una demanda por un modelo alternativo.

El carácter espontáneo del estallido social chileno revela tanto la profundidad del malestar como la ausencia de mediaciones institucionales. La política de la transición, sostenida sobre partidos y tecnocracias estables, había perdido su capacidad de representar.
La crisis de confianza acumulada desde los escándalos de financiamiento político y la fragmentación de las élites consolidaron un escenario donde la representación fue percibida como irrelevante. El 18-O no articuló un proyecto político. Fue una explosión social sin conducción, que operó simultáneamente como denuncia de los abusos y como deslegitimación de las instituciones.
De la indignación al miedo: el relato conservador y la disputa por la memoria
El ciclo 2019-2020 se inscribe en lo que diversos autores han descrito como el “momento populista”. Este consiste en la polarización entre “pueblo” y “élite” como estructura narrativa dominante, impulsada por la pérdida de confianza en las mediaciones tradicionales. En Chile, el lenguaje del “pueblo contra los poderosos” ocupó el lugar que antaño correspondía a las ideologías, simplificando el conflicto social en términos morales. Esa lógica permitió articular temporalmente una identidad de resistencia, pero no produjo institucionalidad.
La desconfianza generalizada impidió la formación de liderazgos legítimos; todo ejercicio de representación fue percibido como apropiación del mismo movimiento. La izquierda chilena no logró ocupar ese espacio con una propuesta programática coherente. Las fuerzas progresistas, fragmentadas y en ocasiones prisioneras de la retórica identitaria, fueron incapaces de construir hegemonía cultural.
El malestar se transformó en un lenguaje de indignación sin horizonte, lo que facilitó su posterior resignificación por parte de las derechas en clave de miedo y orden. El 18-O mostró, por tanto, los límites de la protesta desinstitucionalizada: sin conducción política, la energía social deviene efímera y puede revertirse en restauración conservadora en no muchos pasos más.
En los años posteriores, se ha consolidado un revisionismo histórico de las derechas que busca resignificar el estallido social en Chile como un episodio de guerra interna más que como una crisis de legitimidad del modelo. La narrativa, instalada primero por Sebastián Piñera al declarar que el país estaba “en guerra contra un enemigo poderoso”, marcó el inicio de un proceso de securitización del conflicto social. Esa caracterización redujo la protesta a una amenaza militar y despolitizó sus causas estructurales, abriendo el camino a la criminalización generalizada del movimiento.

Figuras como Johannes Kaiser, hoy candidato presidencial del Partido Nacional Libertario, llevaron esa tesis al extremo al describir los hechos como una “guerra de baja intensidad” contra el Estado chileno. Este revisionismo, replicado por medios afines y think tanks conservadores, cumple una función política precisa: reinstalar el miedo como fundamento del orden y restaurar simbólicamente la legitimidad del modelo neoliberal.
Lo paradójico de esta lectura es que ignora el carácter masivo y cívico de la movilización. El 25 de octubre de 2019, más de dos millones de personas marcharon pacíficamente en Santiago en la manifestación más grande de la historia reciente de Chile. Reducir ese acto multitudinario a una maniobra de desestabilización constituye una falsificación histórica y una negación deliberada del carácter participativo de la revuelta.
No obstante, también sería inexacto negar que el proceso incluyó expresiones de violencia política, vandalismo y enfrentamiento directo con las fuerzas policiales, lo que se denominó como la “primera línea”. Estos actores cumplieron un papel ambiguo: simbolizaron la resistencia frente a la represión estatal, pero también erosionaron la legitimidad del movimiento al transformar el espacio público en escenario de violencia. El resultado fue un campo discursivo polarizado, donde la memoria de la multitud pacífica y la de los disturbios quedaron superpuestas, facilitando la reinterpretación conservadora del proceso.
Del estallido a la restauración: Boric, la Constitución y el nuevo orden
La respuesta estatal al estallido representó un retroceso en materia de derechos humanos. Los informes de Amnistía Internacional, Human Rights Watch y Naciones Unidas documentaron violaciones graves y sistemáticas, particularmente el uso indiscriminado de fuerza policial y las lesiones oculares como un patrón de agresión contra manifestantes. Las sanciones judiciales fueron escasas y las responsabilidades políticas se diluyeron. El Estado chileno volvió a situarse en el dilema que creía superado desde 1990: garantizar el orden sacrificando derechos.
El proceso constituyente fue, en principio, una oportunidad inédita. Sin embargo, los dos intentos consecutivos de reemplazar la Constitución de 1980 terminaron en fracaso, confirmando la descomposición del sistema político. El primer proceso, con fuerte presencia de independientes y sectores progresistas, no logró mantener coherencia deliberativa. La representación se fragmentó en microidentidades sin articulación de mayorías. La campaña de desinformación de la derecha y la desconfianza pública completaron el colapso.
El segundo proceso, dominado por el Partido Republicano y la derecha social cristiana, propuso una contrarreforma conservadora. Su rechazo confirmó que la sociedad chilena rechaza tanto la ruptura como la regresión. El gobierno de Gabriel Boric, nacido del ciclo del estallido social en Chile, intentó traducir institucionalmente las demandas del 18-O. Sin embargo, la polarización, la fragmentación del Congreso y el desgaste económico heredado de la pandemia forzaron un giro pragmático.
El Ejecutivo enfrentó simultáneamente la presión de una oposición hostil y la impaciencia de su propio electorado. Su moderación permitió estabilidad macroeconómica, pero diluyó el impulso transformador. El costo político ha sido alto: amplios sectores de la ciudadanía asocian al gobierno más con la continuidad que con el cambio. La paradoja es evidente: la primera administración nacida del ciclo del 18-O se ha convertido en su estabilizadora.

A seis años del estallido, Chile atraviesa un proceso de restauración conservadora. La agenda pública se estructura en torno al orden, la seguridad y la eficiencia. Los índices de confianza en las instituciones siguen bajos, y la participación electoral continúa en descenso. La derecha radical ha capitalizado el malestar con un discurso punitivo, mientras la izquierda modera su lenguaje para preservar la gobernabilidad.
El estallido social en Chile fue el punto de inflexión de un ciclo de legitimación agotado. Mostró los límites del neoliberalismo, pero también la precariedad de las alternativas. La revuelta reveló desigualdades inaceptables y un sistema político encerrado en sí mismo, pero su deriva populista debilitó las bases de la deliberación democrática.
A seis años del estallido, el país vuelve a una encrucijada: no se trata de reabrir el conflicto ni de borrarlo, sino de convertir el malestar en una renovación democrática antes de que la frustración social sea capturada por la restauración autoritaria.