Argentina, un país en guerra contra sí mismo

El futuro de Argentina se vislumbra sombrío. Lejos de unir a la sociedad en un esfuerzo colectivo para superar la crisis, Milei ha optado por la polarización extrema como estrategia de gobierno.
Por Emiliano Jatib.
Como un mago de feria que agita un pañuelo rojo para que todos fijen su mirada en él, mientras oculta con la otra mano la carta bajo la manga, Milei dispara declaraciones escandalosas que obnubilan a los medios y distraen del verdadero problema: su inoperancia.
El presente ensayo propone un enfoque que, lejos de ser encantador, responde a un mandato de hartazgo. No pretende erigirse en un texto académico ni invocar a autores de renombre; más bien, es una síntesis sensible antes que un razonamiento afilado.
Dado que la hipótesis que se plantea no es sino una provocación, este escrito corre el riesgo de ser recibido con desdén y, en el mejor de los casos, perderse en el vasto océano digital. Por ello, el camino que se traza debe recorrerse con una suspicacia rigurosa.
La “batalla cultural” como cortina de humo
El actual gobierno de Milei en Argentina se encuentra en una situación difícil: no puede exhibir logros tangibles. Su vidriera está vacía de logros y cubierta de polvo. Ninguno de los problemas generados por la “casta” ha sido resuelto; las reformas estructurales brillan por su ausencia, la inflación persiste, la dolarización es un espejismo, la prometida reforma laboral resultó una artimaña y la reducción de impuestos, un mal chiste.
No importa cuánto se manipulen los números ni cuántos discursos grandilocuentes se pronuncien: la realidad es tozuda, y la gente no la está pasando bien. Mientras tanto, La Libertad Avanza se consume en purgas internas, ejecutando cada semana a algún nuevo “traidor”. Nadie parece hablar de esto: hasta ahora, este gobierno ha sido un fracaso.
Aquí radica la razón por la cual la “batalla cultural” se ha convertido en un recurso tan feroz como desesperado: la necesidad de desviar la atención de la falta de logros concretos. Cada vez que el Presidente habla, el tema de discusión se desvía hacia polémicas alejadas de su gestión: desde Alfonsín golpista hasta los homosexuales y la pedofilia, incluso afirmaciones calificando a Hitler de “zurdo”.
Sin embargo, casi nunca se habla de su incapacidad para gobernar. Como un mago de feria que agita un pañuelo rojo para que todos fijen su mirada en él, mientras oculta con la otra mano la carta bajo la manga, Milei dispara declaraciones escandalosas que obnubilan a los medios y distraen del verdadero problema: su inoperancia.
Detrás de la cortina de humo, lo que se esconde es una crisis de gobernabilidad. El oficialismo carece de capacidad para construir alianzas políticas y su estructura es endeble. En su lugar, ofrece una lucha contra un enemigo interno –los “zurdos”– en la que Milei se presenta como un líder mesiánico, una suerte de león profeta que exige sacrificios (ajuste, despidos, desguace del Estado) para alcanzar la utopía libertaria. ¿Qué clase de disparate estamos viviendo?
El descontento en parte del electorado mileísta es innegable. ¿Qué le importa al trabajador promedio la lucha contra el “wokismo”? ¿Acaso sabe siquiera qué significa? Tal vez algunas subjetividades hayan sido conquistadas por la retórica de la “batalla cultural”, pero sería un error pensar que constituyen una mayoría. Milei gobierna para su núcleo más radicalizado, esa tropa digital de trolls que enarbolan su figura con fanatismo.
Pero el ciudadano de a pie, que simplemente busca mejorar su calidad de vida, está menos interesado en la cruzada antiprogresista que un nihilista en una marcha por el sentido de la vida. Ningún trabajador, tras una extenuante jornada laboral, enciende la televisión para deleitarse con las divagaciones de Agustín Laje o Benegas Lynch sobre la filosofía política de la extrema derecha.
De la misma manera que tampoco se sienta a leer el último ensayo de Cristina Kirchner sobre la economía bimonetaria. Lo único que le importa es que el gobierno haga su trabajo: mejorar sus condiciones materiales. Todo lo demás representa una vaga ilusión.
Puertas abiertas, fábricas cerradas
A lo largo de la historia, las grandes potencias económicas no crecieron confiando en la benevolencia del libre comercio, sino mediante estrategias de protección y desarrollo interno. Inglaterra, China y Estados Unidos no dejaron su destino al azar; construyeron sus industrias con medidas que aseguraran su crecimiento antes de enfrentar la competencia global.
Inglaterra, cuna de la Revolución Industrial, comprendió que sus manufacturas debían fortalecerse antes de competir con el mundo. Durante los siglos XVII y XVIII, impuso aranceles elevados, prohibió la exportación de materias primas clave y, a través de las Leyes de Navegación, aseguró que su comercio se mantuviera bajo control nacional. No esperó pasivamente el desarrollo, sino que lo forjó con medidas concretas.
Estados Unidos siguió el mismo camino. Desde su independencia, Alexander Hamilton defendió en su “Informe sobre Manufacturas” (1791) la necesidad de proteger la industria naciente de la competencia europea. Durante el siglo XIX, el país aplicó altos aranceles que permitieron a su producción crecer sin la amenaza de bienes extranjeros más avanzados. Solo cuando su industria fue lo suficientemente fuerte, promovió el libre comercio desde una posición de poder.
China, en tiempos más recientes, ejecutó su desarrollo con una estrategia mixta. A partir de las reformas de Deng Xiaoping en los años 70, combinó la apertura al comercio con estrictas regulaciones que exigían transferencia de tecnología y limitaban la inversión extranjera en sectores clave. Este modelo le permitió convertirse en la fábrica del mundo y, con el tiempo, en una potencia tecnológica global.
Impacto del libre comercio en la economía argentina
En contraste, hay países que, en lugar de proteger su producción local, optan por abrir sus mercados de manera indiscriminada, como Argentina. Cuando una nación sin una base industrial sólida permite el ingreso masivo de productos importados y confía en el capital extranjero sin regulaciones, su industria local, ya débil, se vuelve inviable. Los trabajadores dejan de producir para convertirse en simples consumidores de bienes importados, mientras las fábricas cierran y la economía se estanca.
En estos casos, las potencias extranjeras no llegan con intenciones de fomentar el desarrollo, sino de aprovechar recursos y mercados. Extraen materias primas sin agregar valor y sin transferir tecnología, perpetuando la dependencia. Sin inversión en educación, ciencia ni tecnología, el país queda atrapado en una estructura económica primarizada, sin herramientas para cambiar su destino.
Las consecuencias sociales de estas políticas son profundas. Con la desaparición del empleo industrial, crecen el desempleo y la precarización laboral, reduciendo el poder adquisitivo de la población. La desigualdad se profundiza, favoreciendo solo a una minoría vinculada al capital extranjero. Al mismo tiempo, la falta de inversión en educación y tecnología impide la formación de una economía moderna y competitiva.
La historia lo demuestra: los países que lograron desarrollarse protegieron y fortalecieron sus industrias antes de abrirse al mundo. Aquellos que entregan sus mercados sin estrategia terminan en la dependencia económica, sin posibilidad de crecimiento autónomo y con una sociedad cada vez más desigual. Quienes no aprenden esta lección corren el riesgo de ser meros espectadores del desarrollo ajeno.
Las gestiones previas a Milei no fueron precisamente un modelo de gobernanza. La corrupción, las malas decisiones y el manejo irresponsable de la pandemia dejaron una huella profunda. Causas valiosas, como el feminismo, fueron utilizadas como fichas de cambio político, mientras las verdaderas necesidades sociales se postergaban.
El sistema político anterior claramente no logró dar respuestas a los problemas estructurales del país, pero al mirar al futuro, el panorama no se despeja.
Un futuro incierto para la Argentina
El futuro de Argentina se vislumbra sombrío. Lejos de unir a la sociedad en un esfuerzo colectivo para superar la crisis, Milei ha optado por la polarización extrema como estrategia de gobierno. Mientras los argentinos siguen enfrentándose entre sí en disputas ideológicas cada vez más irracionales, la economía permanece estancada y la industria nacional corre el riesgo de desmoronarse ante una apertura de mercado indiscriminada.
La clave del desarrollo de cualquier nación reside en la educación, la ciencia y la tecnología. Sin inversión en estos pilares fundamentales, no hay futuro posible. Pero este gobierno ha dejado en claro que no le interesa construir un país preparado para los desafíos del siglo XXI. En su lugar, prefiere alimentar el resentimiento y la división, relegando el conocimiento y la innovación a un segundo plano.
Este análisis no responde a ninguna bandera política. No pretende halagar ni insultar a nadie. Simplemente, expone una realidad evidente a la luz de la historia y el sentido común. Pero en tiempos donde la confusión es un arma de gobierno, el sentido común se ha vuelto un acto de resistencia. Porque cuando la sociedad es arrastrada a una guerra ideológica perpetua, el pensamiento crítico desaparece y la estupidez se convierte en la norma.