El bien común ya no nos pertenece

Cuando el poder invoca al pueblo, pero legisla contra él, el “bien común” se convierte en una farsa peligrosa. Este artículo desmonta el uso manipulador del bien común en América Latina y llama a repolitizarlo como principio democrático real.
Por Jenifer Paola Samaniego Huayanay.
El bien común se ha transformado en un dispositivo narrativo para consolidar poder y evitar rendición de cuentas.
El bien común secuestrado: cuando el poder lo invoca para excluir al pueblo
En tiempos donde todo se dice en nombre del pueblo, poco parece quedar realmente para este. La esencia de velar por sus intereses se vuelve ilusoria y queda reducida al discurso, a letras muertas y promesas falsas que actúan como un placebo frente a la rabia de quienes gobiernan sabiendo que tienen una alta desaprobación por parte de aquellos que alguna vez los eligieron como sus representantes.
Es precisamente en ese vacío entre la palabra y la acción donde el concepto de bien común ha comenzado a degradarse. Si bien solía ser una brújula ética para construir sociedades más justas —una aspiración democrática desdeñada en buena parte de América Latina— hoy funciona como una máscara que el poder se coloca cuando necesita justificarse, silenciar, reprimir o legitimar lo ilegítimo. Se pronuncia en discursos encendidos, en fallos judiciales, en declaraciones políticas. Pero en la práctica, ha dejado de pertenecer a todos para convertirse en un tópico discursivo raído por la hipocresía de quienes fingen satisfacer ese bien común.
Asimismo, se utiliza como argumento superficial, sin una política pública coherente per se a su idiosincrasia, que lo respalde y materialice, mucho menos con una visión ética realista que lo guíe. El resultado es un uso discursivo vacío y escueto, que erosiona la confianza en el Estado y en la garantía idónea de los derechos cívicos.
Esta disociación entre discurso y realidad no es teórica: se evidencia con crudeza en los gobiernos actuales de América Latina. Argentina y Perú son prueba viva de cómo el bien común puede ser manipulado desde el poder para consolidar narrativas autoritarias y castigar la disidencia. En lugar de gobernar para los ciudadanos, sus autoridades administran la república como una trinchera ideológica.
¿Cómo hablar de bienestar colectivo cuando una presidenta —Dina Boluarte— con más del 90% de desaprobación se sube el sueldo a más de 35 mil soles mensuales? ¿Y cómo sostener el relato del bien común cuando un presidente —Javier Milei— que también enfrenta una creciente desaprobación en su país (más del 60% considera que Argentina va por mal camino, según Delfos) utiliza redes y un discurso de odio para atacar a periodistas críticos y silenciar el disenso?
Ambos apelan al pueblo, pero gobiernan con prácticas cada vez más autoritarias. Ya no se trata de simples contradicciones entre lo que se promete y lo que se hace: lo que observamos es una transformación estructural del rol del Estado, que deja de ser garante del interés colectivo para convertirse en un aparato funcional al mantenimiento del poder. Las decisiones ya no se toman con base en criterios de justicia social o equidad distributiva, sino desde una lógica de supervivencia política, donde la represión, el blindaje institucional y la propaganda suplantan al consenso y al diálogo democrático.
Estos casos no son excepcionales; son el síntoma de un deterioro más profundo que refleja la ecuanimidad del desprecio por sus ciudadanos, sin distinción de ideología ni sensibilidad política. Gobernantes que hablan en nombre del pueblo mientras legislan desde la soberbia; que dicen proteger la república mientras destruyen sus pilares: transparencia, legalidad, justicia social y pluralismo.
De este modo, se pervierte el fundamento del contrato social, que no es otro que la delegación legítima del poder para garantizar el bien común. Cuando este principio se vacía —cuando el poder solo se representa a sí mismo y utiliza el aparato estatal para consolidarse—, lo que queda es una democracia formal sin contenido real, una fachada institucional sostenida por decretos, mayorías espurias o retórica populista.
Así, el bien común se convierte en una abstracción manipulable, en una excusa para el orden represivo, en una narrativa que ya no busca incluir a las mayorías, sino neutralizarlas. El problema no es solo que el pueblo no sea escuchado; es que está siendo activamente excluido del horizonte político. Y eso, en cualquier república, es una alerta de emergencia democrática.
El bien común distorsionado: entre represión y oportunismo
El caso peruano ilustra cómo el bien común puede ser usado como pantalla para sostener un gobierno deslegitimado. Una presidenta que no vive desconectada de sus ciudadanos, sino que se burla del rechazo y minimiza el hartazgo social. Dina Boluarte, presidenta no electa, con más del 90% de desaprobación según Ipsos (enero 2024), continúa en el cargo sin convocar a elecciones ni asumir responsabilidades por la represión estatal que dejó más de 60 civiles muertos. Las víctimas, en su mayoría indígenas o habitantes rurales, murieron bajo el argumento de “restablecer el orden y la paz social”: un supuesto bien común convertido en excusa para la violencia.
Mientras tanto, el aumento de su sueldo a S/ 35,568 mensuales revela la desconexión entre el discurso del sacrificio por la patria y las acciones concretas que benefician solo a quienes detentan el poder. ¿Puede hablarse de bien común cuando se premia al poder y se castiga al pueblo?
Milei: del bien común a la narrativa del enemigo
En Argentina, el presidente Javier Milei ha convertido su gestión en una batalla cultural donde el bien común se redefine a su conveniencia. Ha dicho combatir los privilegios de la “casta” en nombre del pueblo, pero al mismo tiempo recorta políticas sociales y deteriora la calidad institucional.
En lugar de construir consensos o garantizar derechos, Milei ha optado por deslegitimar al disenso. Su uso de redes sociales para atacar a periodistas como Julia Mengolini con apoyo de inteligencia artificial, o sus repetidos insultos a comunicadoras como María O’Donnell, no son hechos aislados: son parte de una estrategia para moldear el “bien común” como obediencia absoluta al líder y desprecio hacia las voces incómodas.
Amnistía Internacional ha documentado más de 40 ataques públicos a periodistas desde que asumió el cargo en diciembre de 2023. Si el bien común exige un periodismo libre y activo, lo que Milei fomenta es lo opuesto: una cultura de odio digital que acalla la crítica.
La bandera del bien común
Tanto Dina Boluarte como Javier Milei han hecho del bien común una bandera discursiva que, en lugar de representar a la ciudadanía, encubre decisiones que priorizan intereses particulares. El recurso al “pueblo” en sus intervenciones públicas ya no busca incluir a las mayorías en el proceso de toma de decisiones, sino convertirlas en una abstracción útil, en una figura simbólica que justifica lo injustificable. Es el pueblo invocado para legitimar, pero ignorado al momento de gobernar.
Bajo esa lógica, el bien común deja de ser una meta política sustentada en el principio de justicia y se convierte en una coartada institucional. Se recurre a él para justificar aumentos salariales en las más altas esferas del poder mientras la población sufre los efectos de la recesión económica; o para silenciar críticas mediáticas bajo el argumento de restaurar el orden y la libertad, como si estas fueran incompatibles con la disidencia.
¿Qué clase de bien común permite que se normalice el ataque a la prensa, el recorte de políticas sociales o la concentración del poder en el Ejecutivo?
Lo cierto es que, detrás de este uso retórico, se oculta un bien selectivo, un bien conveniente: el de las élites económicas, de operadores políticos funcionales al poder o de sectores que se benefician del autoritarismo tecnocrático. El pueblo real —ese que vive en la periferia, que exige derechos, que necesita seguridad con dignidad— queda desplazado del centro del debate público.
Así, el bien común, lejos de ser un horizonte ético compartido, se transforma en un dispositivo narrativo para consolidar poder y evitar rendición de cuentas. Y eso, en cualquier democracia, no es un desvío menor: es el síntoma de una ruptura profunda con la legitimidad.
Lo que se pierde cuando se manipula el bien común
Manipular el concepto de bien común no es un simple desliz retórico: es una estrategia de dominación que trae consecuencias profundamente corrosivas para el tejido democrático. En primer lugar, debilita la democracia porque sustituye el diálogo pluralista y deliberativo por decisiones verticales amparadas en un supuesto interés general que nadie ha consensuado. Cuando el poder invoca al pueblo sin escucharlo, no solo se anula la participación, se simula representatividad allí donde no existe.
En segundo lugar, esta instrumentalización erosiona la confianza en las instituciones, que comienzan a ser vistas —con razón— como entes opacos, funcionales solo a los poderosos y desconectados de las verdaderas necesidades ciudadanas. Cuando el bien común se reduce a un cliché justificatorio, se normaliza el abuso de poder, se entroniza la arbitrariedad y se debilita el sentido del derecho como garantía de equilibrio social.
El pueblo deja de ser sujeto político activo y titular de derechos, para convertirse en un pretexto discursivo: se lo menciona, pero no se lo representa; se lo evoca, pero se lo excluye. En este escenario, la ciudadanía se desmoviliza, no porque haya perdido la capacidad de resistir, sino porque ha sido sistemáticamente desmotivada a hacerlo. La desinformación, la censura indirecta, el desprestigio del disenso y la falta de canales reales de incidencia crean un clima de resignación. Lo más peligroso no es solo el aprovechamiento del poder, sino la naturalización de ese abuso, que instala la inacción como respuesta social.
El primer paso hacia la pérdida del bien común no es el autoritarismo en sí, ni la represión estatal, ni siquiera la corrupción: es la indiferencia. Una ciudadanía que se acostumbra al abuso, que normaliza el desprecio institucional o que asume el abandono como parte del paisaje político, está a un paso de ceder —sin saberlo— los últimos resquicios del bien común.
Pero allí donde se instala la apatía, también puede germinar la resistencia. El malestar no debe reprimirse ni anestesiarse: debe transformarse en conciencia política. Porque toda conquista social comenzó por una incomodidad. Y cuando esa incomodidad se transforma en conciencia crítica, y esta se organiza como acción colectiva, el bien común puede volver a ser algo más que una consigna vacía. ¿Cómo recuperarlo?
- Repolitizando lo común: Devolverle contenido ético y jurídico al bien común, como noción vinculada a la dignidad humana y no al capricho del poder de turno.
- Desconfiando del eslogan sin acción: Toda apelación al pueblo sin medidas concretas de redistribución, justicia o participación es una máscara. La ciudadanía debe exigir coherencia, no discursos.
- Activando la vigilancia ciudadana: La democracia no se sostiene sola. Necesita ojos, voces y cuerpos que exijan rendición de cuentas, sobre todo cuando el poder se cierra y se blinda.
- Convirtiendo el malestar en movilización: Indignarse no basta. La transformación comienza cuando el enojo se convierte en organización, y la organización en fuerza transformadora.
Porque si el poder ha secuestrado el bien común para protegerse a sí mismo, es tarea del pueblo arrebatarle esa bandera, volverla propia y reclamar que la democracia vuelva a significar lo que prometió: un proyecto de vida compartida, no una trinchera de unos pocos.
Conclusión
El bien común no puede ser una coartada institucional ni un placebo discursivo. Mucho menos, una bandera que ondea solo cuando conviene al poder. En un Estado constitucional, el bien común exige políticas públicas que redistribuyan dignidad, no ventajas para unos pocos; exige representación, no silencios; exige límites al poder, no impunidad adornada de patriotismo.
Cuando quienes gobiernan abusan de esta noción para blindarse, distraer o imponerse —aumentando sus sueldos mientras la economía se desploma, persiguiendo voces críticas en nombre del orden o instrumentalizando el discurso de la libertad para sembrar odio— no solo vacían el contenido del bien común: lo pervierten.
- El bien común, secuestrado por el poder: Más que un principio de justicia, hoy es un escudo discursivo que se invoca desde el poder no para incluir, sino para justificar decisiones autoritarias, impopulares y ajenas al interés colectivo.
- La desconexión entre el discurso y la realidad: El uso retórico del bien común contrasta brutalmente con las acciones concretas de gobiernos que premian a sus élites, castigan al disenso y legislan desde la soberbia, no desde la legitimidad.
- Del ideal democrático a la simulación autoritaria: El bien común demanda transparencia, equidad y participación ciudadana. Sin esas condiciones, la democracia se transforma en una fachada institucional al servicio de intereses particulares.
- La ciudadanía, desplazada del centro político: La voz del pueblo ha sido marginada por decisiones verticales que ignoran el clamor social. La legitimidad no se hereda ni se impone: se construye con justicia, escucha y corresponsabilidad.
- Recuperar el bien común es recuperar la democracia: No podemos permitir que se nos arrebate un concepto fundante de la vida republicana. Reivindicar el bien común como patrimonio colectivo es hoy un acto político, ético y urgente.