El imperialismo de Hollywood: ver para obedecer

Hollywood no solo entretiene: fabrica héroes, enemigos y verdades a medida del poder.
Por Ferney González.
Solo hay que cambiar la palabra ‘raza aria’ por ‘democracia’ y añadir mucho poder mediático: las intenciones siguen siendo las mismas.
La saga de Transformers de Michael Bay no solo destaca por su guion explosivo o sus efectos visuales espectaculares, sino también por un mensaje ideológico que, aunque irónico, suele pasar desapercibido ante los ojos de quienes buscan acción inmediata sin espacio para la reflexión. Como sucede en gran parte de las megaproducciones del cine de Hollywood, el enemigo está perfectamente identificado, moldeado para responder a las necesidades narrativas y simbólicas del imperio cultural estadounidense.
En Transformers 3: El lado oscuro de la luna (2011), por ejemplo, se entrelazan la nostalgia por la Guerra Fría y un culto silencioso a la caída de la Unión Soviética. La película remite a la carrera espacial entre 1955 y 1975, ese enfrentamiento indirecto entre dos potencias del norte por la supremacía tecnológica y simbólica en el cosmos. Aunque la URSS obtuvo múltiples victorias con los Sputniks, Hollywood reescribe la historia y vuelve a posicionar a Estados Unidos como el gran triunfador. En la cinta, los rusos colaboran con los decepticons para invadir la Tierra, lo que deriva en muertes misteriosas y suicidios repentinos. Un giro tan surrealista como inquietantemente verosímil.
En otra escena del film, el equipo de autobots irrumpe en una base nuclear en Irán con la supuesta intención de hacer el «bien». No es ningún secreto que Irán figura entre las potencias nucleares del Medio Oriente y que se mantiene en el radar de Estados Unidos desde hace décadas. Aquí, la ficción y la realidad se entrelazan peligrosamente, dejando entrever el potencial propagandístico de películas como esta, que encubren intereses geopolíticos bajo el disfraz del entretenimiento. Hollywood, una vez más, se convierte en el instrumento narrativo ideal del poder blando norteamericano.
En estas megaproducciones se repite una estructura maniquea, que opone al «americano del norte», valiente y patriota, con el “otro”: el árabe, el ruso o cualquier antagonista extranjero que amenaza con quebrar la grandeza estadounidense. Este esquema binario no es casual. Forma parte de una maquinaria ideológica bien aceitada, donde el enemigo externo está construido con precisión y donde Hollywood juega su papel con entusiasmo. La épica militar, el heroísmo unilateral y el sacrificio patriótico son los condimentos perfectos para que el público no cuestione lo que hay detrás del espectáculo.
Lo más inquietante es que muchas de estas producciones cuentan con supervisión directa del Pentágono. Los helicópteros, tanques y tecnología militar que aparecen en pantalla no son gratuitos; se negocian a cambio de una representación favorable de las fuerzas armadas. Este intercambio convierte a Hollywood en una fábrica de consentimiento, en la que el espectáculo encubre un acuerdo ideológico. Lo que parece una batalla entre robots se transforma en una celebración implícita del poderío militar estadounidense.
Aunque Michael Bay maneje una estética cargada de ironía, no es casual que las potencias enemigas se representen de forma unidimensional y que Medio Oriente quede marginado o demonizado en este tipo de relatos. Lo mismo sucede en Iron Man (2008), donde Tony Stark es secuestrado por extremistas en Afganistán, quienes emplean armas fabricadas por su propia empresa. Este giro de guion, lejos de cuestionar el negocio armamentista, refuerza la imagen del redentor occidental. Hollywood se erige, entonces, como el escenario perfecto para blanquear contradicciones y reafirmar hegemonías.
Esta mecánica no es exclusiva del cine estadounidense. Durante el Tercer Reich, el cine también fue un vehículo de control ideológico. Joseph Goebbels, ministro de propaganda de la Alemania nazi, afirmaba que “una mentira mil veces dicha se convierte en verdad”. La diferencia entre el Hollywood actual y la maquinaria de propaganda nazi parece radicar solo en el idioma y la estética. Mientras ayer se hablaba de “raza aria”, hoy se habla de “democracia” y “libertad”, pero el trasfondo geopolítico es igualmente poderoso. La industria cinematográfica estadounidense funciona como una herramienta de legitimación cultural global.
La influencia de Hollywood no se limita al cine. También moldea ideas sobre belleza, éxito y civilización. No es casual que en América Latina muchas personas idealicen a Europa o a Estados Unidos como utopías, mientras desprecian sus propias raíces. El fenómeno va más allá del color de piel o el idioma: está en los referentes culturales y en la forma en que la historia ha sido narrada. Hollywood crea héroes, villanos y modelos aspiracionales que terminan desplazando otras narrativas posibles, dejando al sur global en un rol secundario, si no ridiculizado o condenado al caos.
Los teóricos de la Escuela de Frankfurt ya lo advertían: la cultura es una forma de dominación. En la medida en que el entretenimiento se vuelve más espectacular, los mensajes ideológicos se camuflan mejor. A mayor cantidad de mensajes subliminales, menor es la atención que el espectador les presta. Así, el cine, la música y el deporte funcionan como dispositivos de control que desvían la mirada crítica y generan adhesión emocional a proyectos políticos sin que lo notemos conscientemente. La industria cultural, más que un espejo de la realidad, es una fábrica de sentidos hegemónicos.
Y este fenómeno no es patrimonio exclusivo de las grandes potencias. En el sur global también existen mecanismos de control cultural. El caso del equipo de fútbol Junior de Barranquilla, manejado por élites locales, muestra cómo el deporte puede ser instrumentalizado como herramienta de poder simbólico. Se crean estereotipos funcionales: el fanático que vive el fútbol como una religión y el apático que es acusado de ignorante. Ambos, sin saberlo, quedan atrapados en el juego de la manipulación mediática. En tiempos de hiperproducción cultural, incluso las historias más criollas terminan aspirando a parecer anglosajonas. De ahí la importancia de desarrollar una mirada crítica sobre lo que consumimos.