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Por qué la Ciencia Política nos incomoda (cuando se la toma en serio)

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La Ciencia Política y el oficio del politólogo puede entristecer —y hasta volvernos cínicos—, pero también genera una incomodidad que nos ayuda a evitar tragarnos cualquier cuento.


Por Matias Federico Boglione, Co Director de EDP.

Aunque nos gustaría tener la perspicacia para adivinar resultados electorales, por lo general debemos conformarnos con arruinar la ilusión de que somos libres de elegir a nuestros representantes o que el entretenimiento «es sólo entretenimiento».

Ser politólogo, pero… ¿a qué costo?

Ser politólogo es vivir con la sospecha de ser el invitado que nadie quiere en la mesa. Mientras todos celebran el triunfo de su equipo de fútbol favorito, yo sólo puedo pensar en eso como el opio de los pueblos. ¿Somos aguafiestas profesionales? Aunque nos gustaría tener la perspicacia para adivinar resultados electorales, por lo general debemos conformarnos con arruinar la ilusión de que somos libres de elegir a nuestros representantes o que el entretenimiento «es sólo entretenimiento».

Lo incómodo de la Ciencia Política es que, cuando se la toma en serio, arruina la inocencia y tritura el idelismo reconfortante. Nos entrenan para ver patrones históricos, estructuras de poder e inercias institucionales por todos lados. Sartori lo dijo sin vueltas: la política rara vez es original, es repetición con variantes. No somos Nostradamus pero sabemos leer regularidades (aunque muy a menudo se nos quemen los libros). Y si se nos ocurre decirle eso a alguien embriagado por la idea de que “esta vez todo será distinto”, deberíamos prepararnos para causar una mala impresión.

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No sólo somos expertos en arruinar la fiesta, sino también la sobremesa. Todo porque los politólogos tenemos esa irrefrenable necesidad de discutirlo todo: desde si lo que llamás democracia realmente lo es, hasta por qué la felicidad es un mito burgués. Y cuando nos damos cuenta de que detrás de cada serie de Netflix, de cada contrato laboral y hasta de cada discusión sobre quién lava los platos hay relaciones de poder, Foucault nos guiña un ojo desde la biblioteca. El poder no es un lugar, es un entramado que organiza la vida y estamos obsesionados porque todos lo vean.

Pero el problema no es que seamos obsesivos: es que el mundo está diseñado para que lo ignoremos. Y cuando nos empeñamos en mostrarlo (aunque estemos en un funeral), terminamos incomodando a todo el mundo…

¿Por qué no dejan de preguntarnos si estudiamos para ser presidentes?

Todavía no entendí por qué cada vez que digo que estudio Ciencia Política alguien me pregunta si quiero ser presidente. No falla: es la asociación automática, como si la disciplina fuese un curso acelerado de marketing electoral o un casting para ser el próximo desilusionador de las masas. Mi cara de desconcierto suele ser la misma: ¿de dónde salió la idea de que estudiar el poder es lo mismo que querer ser la marioneta del poder?

En realidad, la confusión tiene cierta lógica. Vivimos en una cultura que glorifica al político exitoso, al que “toma decisiones” y aparece en los medios siempre culpando a sus adversarios de cualquier cosa. Pero la Ciencia Política, lamentablemente, no forma gobernantes: forma aguafiestas que, desde Weber hasta nuestros días, saben que la política es una vocación dura, atravesada por la frustración y por la ética de la responsabilidad. En el fondo, la pregunta revela otra expectativa: que el saber sobre la política sólo vale si se traduce en poder.

Si algo enseña la Ciencia Política es que el poder no es un premio, sino una relación (frágil, llena de límites y contradicciones). Quien estudia esta hermosa disciplina de verdad se convierte en el tipo de persona que le diría a Maquiavelo que sus consejos para el príncipe están bien, pero que el príncipe igual depende de presupuestos, acuerdos parlamentarios, encuestas y contextos que lo exceden.

Así que la próxima vez que no pregunten si queremos ser presidentes, quizás deberíamos responder que seríamos pésimos candidatos: demasiados propensos a explicar las restricciones fiscales en lugar de prometer milagros, demasiados conscientes de que el carisma se gasta, demasiados poco dispuestos a vender humo. En otras palabras: un politólogo en campaña sería un suicidio electoral. Y tal vez ahí esté el mayor aporte de la disciplina, que nos recuerda que la política no se sostiene con ilusiones eternas, sino con estructuras que no se dejan domesticar tan fácilmente.

La manía de discutir y ver relaciones de poder en todos lados

Confieso que a veces me siento como ese personaje insufrible que arruina hasta las charlas más triviales. Me dicen que soy incapaz de dejar pasar un comentario sin discutirlo. Y es cierto. Puedo transformar una conversación de sobremesa sobre el precio de la pizza en un debate sobre inflación, poder adquisitivo y responsabilidad del Estado en nuestra seguridad alimentaria. Lo peor es que no lo hago para molestar —aunque a veces sí—, sino porque mi cabeza funciona como una máquina de desarmar ideas naturalizadas e incuestionables.

Lo que para otros es sentido común, para nosotros es sospecha pura. Si alguien dice “la democracia funciona”, yo ya estoy pensando en Dahl y en sus infinitas condiciones para que algo pueda llamarse “poliarquía”. Si alguien celebra que “todos tenemos las mismas oportunidades”, se me aparece Bourdieu en la cabeza para recordarme que el capital social y cultural no se reparte en partes iguales. Y cuando escucho que “el algoritmo sólo te recomienda lo que te gusta”, siento a Foucault reírse desde la tumba, porque el poder es precisamente eso: moldear tus gustos para que ni siquiera notes que lo están haciendo.

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El problema no es que los politólogos seamos paranoicos, sino que nos entrenan para dudar de todo lo que se presenta como «natural» y para desconfiar de aquellos que hablan en nombre de la «verdad». Las jerarquías en un aula, el orden de quién habla en la familia, la lógica de una partida de póker o la política de precios de Netflix: todo tiene detrás relaciones de poder. Y una vez que las ves, no podés dejar de verlas.

Por eso, en cualquier grupo de amigos siempre hay un momento en el que alguien me pide por favor que deje de politizar todo. Lo que no entienden es que no soy yo quien politiza, sino que es la realidad la que ya está politizada de fábrica. Lo nuestro es apenas el mal hábito de señalarlo en voz alta. Quien ve demasiado, termina sin encajar en ningún lugar.

¿Por qué no podemos evitar ser aguafiestas?

Hay algo particularmente irritante en ser el que arruina los momentos más comunes. Cuando todos están emocionados con el nuevo líder que promete refundar la patria, soy el que aparece diciendo: “ojo, porque con minoría legislativa va a tener que pactar con los mismos de siempre”. Cuando se festeja que un outsider va a dinamitar el sistema, suelo recordar que Linz ya explicó cómo terminan las democracias presidenciales cuando se tensan demasiado. ¡Y nos nos tilden de mala onda porque salimos a repartir frases de Schopenhauer para todos y todas.

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No es futurología, insisto. No tenemos bola de cristal ni línea directa con los oráculos de Delfos. Lo que tenemos son patrones recurrentes: inercias históricas, estructuras que se repiten, incentivos que empujan en direcciones bastante predecibles. Si cada vez que alguien jura que «esta vez será diferente», nosotros ya vemos el déja vu; pero no es porque seamos amargados: es porque la política se parece más a un laboratorio de regularidades que a una fábrica de milagros.

No me sorprende que, por regla general, causemos malas primeras impresiones. El político necesita vender épica, el consultor necesita prometer éxito, el periodista necesita titulares; el politólogo aparece con la aguja y pincha el globo de las ilusiones que nos mantienen felices. Y eso no se perdona fácil.

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El costo de ser aguafiestas es la sospecha permanente de que, al parecer, siempre estamos listos para destruir el entusiasmo de algunos. Pero alguien tiene que hacerlo. Si nadie señala los límites, terminamos confundiendo deseos con realidades, promesas con políticas públicas, slogans con transformaciones estructurales. No es que disfrutemos de arruinar la fiesta: es que alguien tiene que recordar que, cuando se acabe la música, finaliza en simulacro de felicidad y hermandad (así como cuando termina el fin de semana, finaliza el simulacro de libertad).

Sobre la tristeza de ver el mundo más allá

No todo es épica deshilachaday  discusiones interminables. También está la parte amarga, como darse cuenta de que, en muchas ocasiones, el mundo está mucho más jodido de lo que parece a simple vista. Cuando empecé a estudiar Ciencia Política tenía esa ilusión juvenil de que entender cómo funciona el poder serviría para cambiarlo. Spoiler alert: lo que terminamos encontrando es más frustración e impotencia, frente a un poder infinito que no deja de cambiar y adaptarse para multiplicar la dominación.

Ahí aparece la tristeza del saber, ese comprender que detrás de cada promesa de “refundación” hay inercias que arrastran, que detrás de cada “ahora sí” suele estar el mismo reparto desigual de siempre. Fisher lo llamaría realismo capitalista; yo lo traduzco en palabras simples: la sensación de que todo está diseñado para que nada cambie demasiado.

El riesgo, claro, es caer en la desilusión total. Pasar de la pasión por transformar el mundo a la certeza amarga de que estamos condenados a verlo desmoronarse en loop. Una especie de nihilismo politológico y de cinismo académico que, en lugar de pensar alternativas, se dedica a coleccionar fracasos.

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Pero ahí es donde conviene mantener algo de ironía. Si un día me convierto en un cínico absoluto, quizás dejo de escribir artículos y me paso al stand up. De todos modos, ya tengo el repertorio: chistes sobre coaliciones que duran menos que un verano, sobre planes económicos que envejecen en semanas, sobre presidentes que creen ser dueños de la historia y terminan como nota al pie.

La tristeza del saber es inevitable, pero también es combustible. No porque dé esperanzas, sino porque nos obliga a mantener los ojos abiertos cuando otros prefieren dormir mientras las bombas caen a su alrededor. Y si eso incomoda, mucho mejor, porque significa que todavía no nos resignamos.

Reivindicar la incomodidad de la Ciencia Política

Sí, los politólogos somos aguafiestas. Somos esos que discuten la forma de saludar, que ven relaciones de poder en los colores de los edificios, que arruinan la ilusión con frases demoledoras de Nietzsche y que transforman la esperanza en un párrafo sobre restricciones fiscales. No lo niego: caemos pesados. Pero, si lo pensamos bien, esa incomodidad es necesaria.

Porque alguien tiene que recordar que la política no es un milagro, sino un campo de tensiones; que las instituciones no se reinventan cada cuatro años; que las promesas sin contexto son apenas marketing con fecha de vencimiento y que el conflicto no se puede erradicar. ¡Alguien tiene que recordarnos que no hay aspecto de la vida humana que no esté atravesado por la política!

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Podemos llamarlo pesimismo, cinismo o simplemente mala onda. Yo prefiero llamarlo lucidez. No porque nos haga más sabios, sino porque nos salva —al menos un poco— de la ingenuidad. Y si a cambio de eso me toca ser el invitado incómodo, el que pincha el globo y amarga el brindis, lo asumo con gusto.

Al fin y al cabo, alguien tiene que recordarte que la bebida no es gratis, que la fiesta tiene dueño y que la música que te gusta nunca fue tu elección.

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