Sentirse bien en un mundo roto: distopías y salud mental

La ansiedad política no es un problema individual: es una respuesta racional a un mundo que nos exige adaptarnos al colapso como si fuera algo normal e inevitable.
No estamos enfermos por dentro: estamos reaccionando a un sistema que convirtió el miedo, la incertidumbre y la soledad en sofisticadas formas de gobernar.
El colapso se ha vuelto parte de la rutina
Vivimos rodeados de mensajes que nos dicen que podemos “estar bien”, que la felicidad es una decisión individual, y que basta con cambiar la actitud para que todo mejore. Pero ¿cómo sostener esa narrativa en un mundo atravesado por la crisis ecológica, la desigualdad estructural, la precariedad cotidiana y una política que ya no ilusiona a nadie?
Slavoj Žižek ha planteado con crudeza que la felicidad, en el capitalismo tardío, se ha convertido en una ideología: una obligación emocional disfrazada de elección. No se trata de estar realmente bien, sino de performar bienestar como parte de un contrato afectivo impuesto por el sistema. La tristeza, el duelo o el dolor —cuando no pueden ser consumidos ni estetizados— se convierten en disfunciones que deben corregirse rápidamente. En ese marco, sentirse mal no es una respuesta lógica al entorno, sino una falla que te hace inservible para el mercado.
A su vez, Mark Fisher señala que el mayor triunfo del capitalismo no ha sido económico, sino afectivo e imaginario: suprimió el futuro. Bajo la idea de que no hay una alternativa mejor, nos convenció de que cualquier intento de cambio es ingenuo, peligroso o infantil. Fisher lo llamó realismo capitalista: la sensación de que no podemos salir del sistema, pero tampoco podemos seguir dentro de él sin quebrarnos. El resultado es una mezcla de resignación, cinismo y angustia muda que se infiltra en cada rincón de la vida cotidiana.
Esta agonía del futuro tiene consecuencias emocionales y políticas. La ecoansiedad (reconocida por la Asociación Estadounidense de Psicología en 2017), la fatiga democrática, el burnout laboral, la medicalización del malestar: todo apunta a una estructura que produce sufrimiento y luego culpa al individuo por no saber gestionarlo. El neoliberalismo, al reducir todas las dimensiones de la existencia a una cuestión de rendimiento personal, nos exige sonreír mientras todo arde.
Pero quizá la pregunta no sea cómo estar bien, sino por qué insistimos en estar bien cuando todo alrededor nos enferma. Tal vez, como sugiere Fisher, la tristeza no sea un error, sino un modo de resistencia pasiva a un sistema que se alimenta de nuestra ansiedad. Y como añade Žižek, la felicidad obligatoria puede ser la máscara que impide ver el verdadero rostro de la dominación. En ese contexto, recuperar el derecho al malestar —y a politizarlo— es el primer paso para imaginar otra forma de vida posible.
La ansiedad y la depresión no son solo diagnósticos clínicos: se han convertido en símbolos afectivos del malestar contemporáneo. Según la Organización Mundial de la Salud (2023), más de 970 millones de personas en el mundo padecen algún trastorno mental, siendo la ansiedad y la depresión los más prevalentes. Desde la pandemia de COVID-19, los casos se han disparado un 25% a nivel global. Lejos de ser fenómenos aislados, estos números revelan una epidemia emocional profundamente entrelazada con el modelo social, económico y político vigente.
Democracias con ataques de pánico
La ansiedad no es solo una experiencia clínica o individual. También es un clima político, una atmósfera colectiva cargada de incertidumbre, miedo y agotamiento. Votar, hoy, muchas veces se parece más a una descarga emocional que a una decisión racional. Se vota con bronca, con desesperanza, con la sensación de que nada va a cambiar… pero algo hay que hacer.
Este malestar no es una intuición aislada, pero se ha intensificado en los últimos años. Las democracias liberales, cada vez más erosionadas por la desigualdad y la falta de representación real, han perdido la capacidad de producir seguridad afectiva. Los datos lo confirman: el apoyo a la democracia en América Latina cayó del 56% en 2017 al 48% en 2023, según Latinobarómetro.
No se trata simplemente de desinterés, sino de una creciente percepción de que el sistema ya no responde a las necesidades reales de la ciudadanía. A esto se suma un fenómeno cada vez más extendido: la abstención electoral como forma silenciosa de protesta. En toda la región, los niveles de participación han descendido sistemáticamente, incluso en elecciones clave.
La desconfianza también tiene dimensión global. Según el Edelman Trust Barometer (2024), más del 60% de la población mundial considera que los líderes políticos “dividen más de lo que unen”, y apenas un 20% cree que el sistema político actual funciona correctamente. La sensación de que ningún partido nos representa se ha vuelto parte del sentido común. En este contexto, la ansiedad política se intensifica no solo por lo que pasa, sino por lo que ya no se espera que pase.
Las elecciones se convierten en escenarios de angustia colectiva, donde el voto ya no expresa un proyecto, sino un límite: el miedo a lo peor. Desde la teoría de los afectos, autoras como Sara Ahmed sostienen que las emociones no son privadas ni espontáneas, sino que circulan socialmente y configuran la esfera pública. El miedo, por ejemplo, puede volverse una forma de cohesión tribal, de reforzar fronteras entre “nosotros” y “ellos”. En contextos de ansiedad política, esto se traduce en lógicas punitivas, discursos de odio y figuras que capitalizan la angustia para ofrecer soluciones autoritarias.
Wendy Brown también lo advierte: las democracias neoliberales han despolitizado el malestar al convertirlo en “fallo personal” o “defecto de carácter”. Pero la ansiedad política no es irracional: es la expresión afectiva de un sistema que promete participación y ofrece frustración. La angustia no es un error: es la consecuencia lógica de vivir bajo una política que ya no se siente como propia.
Doomscrolling: el malestar como política global
El doomscrolling (ese acto casi compulsivo de consumir malas noticias) se ha convertido en un ritual cotidiano. Pero no es una coincidencia: es diseño algorítmico. Despertarse, desbloquear el celular y deslizar noticias de guerras, incendios, corrupción y catástrofes climáticas. Con titulares diseñados para indignar, notificaciones que interrumpen el pensamiento, y comentarios que destilan odio. La pantalla del smartphone es lo primero que vemos al despertar y lo último que revisamos antes de dormir. Si lo pensamos con detenimiento, parece una maldita locura.
Las redes sociales y las plataformas digitales no son neutrales. Están programadas para maximizar el tiempo de permanencia, y descubrieron que nada atrapa más que el miedo, la rabia y la ansiedad. Byung-Chul Han lo llama “la economía de la atención negativa”: la indignación se vuelve moneda de cambio, y el usuario, adicto a su propia alarma.
Este ecosistema tiene consecuencias políticas profundas. La lógica del “scroll infinito” fragmenta el sentido, acelera los tiempos y transforma el presente en una serie de crisis inmediatas sin historia ni contexto. La polarización se alimenta de algoritmos que muestran más de lo que confirma tus prejuicios y menos de lo que incomoda. La ansiedad política no solo se expresa en las redes: es amplificada por ellas.
En lugar de espacios para deliberar o construir comunidad, las plataformas se vuelven máquinas de ansiedad colectiva. Un ciclo sin fin de escándalos, amenazas y alertas que produce cuerpos tensos, opiniones binarizadas y decisiones apresuradas. Y en ese terreno fértil, los discursos extremos crecen como maleza. La ansiedad, como estado emocional, ya no es solo un síntoma: es una tecnología de control.
El cuerpo: un campo de batalla ideológico
En un contexto saturado de discursos de bienestar, terapia exprés y mensajes de autoayuda, resulta fácil creer que la ansiedad es un problema interno o una falla personal. ¿Y si en lugar de un mal funcionamiento, la ansiedad fuera una forma de lucidez? ¿Una señal de que algo anda mal, no dentro de nosotros, sino en el mundo que habitamos?
Desde Foucault sabemos que el poder no solo reprime: también produce sujetos. La ansiedad, en este sentido, puede pensarse como una forma contemporánea de gubernamentalidad. Una estrategia que nos vuelve flexibles, autovigilantes y culpables. Como señala Isabell Lorey, vivimos en una sociedad de la precarización afectiva, donde el sujeto ideal es el que se adapta, aunque esté quebrado por dentro.
Este giro individualizante del malestar tiene efectos políticos devastadores. Nos desconecta de los vínculos colectivos, nos vuelve incapaces de identificar causas estructurales y nos condena a una guerra silenciosa contra nosotros mismos. El neoliberalismo no necesita policías en cada esquina si logró instalar una voz interna que te exige sonreír mientras todo se derrumba.
Criticar esta lógica no implica negar la importancia del acompañamiento psicológico. Implica comprender que no hay salud mental posible sin transformación social. Que no alcanza con respirar profundo si el mundo está en llamas. Y que el primer paso para sanar quizás no sea calmarse, sino enojarse con claridad, con dirección, con conciencia política.
Una salida colectiva al encierro afectivo
Si la ansiedad política es el síntoma de un mundo sin futuro, entonces imaginar nuevas formas de vida no es una utopía ingenua, sino una necesidad vital. Mark Fisher lo planteaba con crudeza: el capitalismo no solo domina los medios de producción, también coloniza nuestra imaginación. Su victoria más profunda es hacernos creer que ya no hay alternativas.
Pero hay fisuras. Movimientos ecologistas, feministas, cooperativistas, barriales. Redes de cuidado, activismos afectivos, pedagogías del deseo. En esas prácticas aparece algo más que protesta: aparece el esbozo de un mundo que aún no existe, pero que quiere existir. Y es allí, en la capacidad de imaginar juntos, donde puede comenzar una sanación real.
La salud mental colectiva no se construye desde el aislamiento ni desde la exigencia de felicidad, sino desde la posibilidad de narrarnos de otro modo, de proyectarnos en comunidad, de dejar de sobrevivir para empezar a vivir. La política, entendida como espacio de lo común, puede y debe ser una respuesta al encierro afectivo. Tal vez, en medio de tanto colapso, la tarea más urgente sea esa: recuperar el deseo de mundo mejor.