Cada año más de 700.000 personas se quitan la vida, ¿qué nos está sucediendo?
Cada año, más de 700.000 personas se quitan la vida tras numerosos intentos de suicidio, lo que corresponde a una muerte cada 40 segundos. Obtiene información sobre cómo prevenir el suicidio en este link. | Imagen: Muy Interesante
Por Efren Yamid Rodríguez Gómez
La muerte es una posibilidad constante, que nos acompaña desde que nacemos y que termina por definirnos. Por eso podemos, desde nuestra libertad, decidir qué proyectos darán fundamento a nuestra existencia.
Cuando estaba en mi adolescencia, conocí a una persona que sufría de duros episodios de depresión. Al hablar con ella, no podía evitar sentir muy cercana la posibilidad de su muerte y pensaba en lo impotente que me sentía ante ello. A lo largo de mi vida he escuchado de casos relativamente cercanos de personas que han decidido quitarse la vida. De acuerdo a la Organización Mundial de la Salud (2021), una de cada cien muertes en el mundo es por suicidio, causando más víctimas que el VIH, el cáncer de mama, las guerras o los homicidios (y estas cifras no abarcan las tentativas de suicidio).
Con el paso de los años, me fui dando cuenta de una creciente tendencia a hacer comentarios despreciativos sobre la vida; compañeros y compañeras que hablan de querer morir, y del agotamiento respecto a la vida, a su vida. Es ahora normal ver comentarios de cansancio respecto a la existencia, o chistes que tienen como objetivo terminar con un “me quiero morir”. Pero ¿por qué el suicidio? ¿y por qué cada vez se hace más cercano? En el presente artículo no pretendo abordar el suicidio en su totalidad, dado que es un tema muy extenso y con muchas aristas. Únicamente quiero hacer algunas reflexiones acerca de lasideas suicidas que son producidas por la organización de nuestro sistema social.
Para entender cómo hemos llegado a una normalización de las ideas suicidas casi en todo el mundo, podríamos primero preguntarnos por sus orígenes. Claramente, ante los miles de años de existencia humana sin escritura, es imposible saber quién fue el primer suicida de la historia. Sin embargo, sabemos que en la antigüedad esta práctica ya existía; bastaría con mencionar la tradición del harakiri en Japón (presente hasta hace muy poco tiempo), o el juicio de Sócrates y su suicidio por cicuta, bellamente narrado en la Apología. Durante la Antigüedad y la Edad Media, el suicidio tuvo una aproximación muy pragmática (como en el caso de Roma) y moral (desde la perspectiva cristiana). Cabe resaltar también el caso de algunas sociedades precolombinas, quienes veían en el mismo un acto de honor.
Solamente entrada la época del renacimiento, y posteriormente con la Modernidad, el suicidio en occidente tendría un aproximamiento diferente, basado en los postulados racionalistas de la época, que le dieron una perspectiva más humanista e individual; estas nuevas perspectivas no relegaban la elección del suicidio puramente a sus efectos morales o pragmáticos para con su sociedad o religión, sino que planteaba ponerse en los pies del suicida, a través de preguntas disruptivas como ¿por qué obligar a alguien que no quiere vivir a hacerlo? ¿es el suicidio un acto de valor? ¿cómo conciliar suicidio y espiritualidad?
Si bien el auge de la psicología en el siglo XIX hizo que algunos pensadores clínicos asociaran el suicidio a desórdenes mentales, la filosofía que se ha dado desde el inicio de las revoluciones industriales -hasta la actual- no ha renunciado en su análisis a este fenómeno, tan profundamente humano (¿o no?). Bien diría Albert Camus que el principal problema filosófico, por lo menos de la modernidad, es el suicidio: ¿por qué no suicidarnos, si al fin y al cabo el mundo en el que vivimos no tiene sentido (entendido trascendentalmente)?
Una muestra de estas reflexiones la encontramos en Nietzsche, que identificó nuestra era como la del mayor nihilismo. Perdimos todas las bases que le daban sentido a nuestra existencia y, perdiendo a nuestros dioses (religiosos, económicos, estatales) hemos quedado en un vacío en el cual le hemos quitado el sentido a la existencia. Recuperando la filosofía vitalista de Nietzsche, Camus plantea el no suicidio como el mayor acto de rebeldía ante el sinsentido de la existencia. Sin embargo ¿cómo entender ese sinsentido, que asfixia cada vez más a nuestras sociedades y que ha hecho del suicidio una idea recurrente en los humanos del siglo XXI?
Para Sartre, el ser humano está condenado a ser libre, una libertad que viene determinada, en términos de Heidegger, por nuestra posibilidad más inmediata, la muerte. La muerte es una posibilidad constante, que nos acompaña desde que nacemos y que termina por definirnos (somos, según Heidegger, un ser para la muerte, o da-sein). A diferencia de otros animales, el ser humano es consciente de la posibilidad de su muerte y lo atormenta, ya que nuestro único consuelo ante lo absurdo de nuestra existencia es plantearnos proyectos que le den sentido a la misma (algunos colectivos, otros individuales). En nuestra libertad, podemos decidir qué proyectos darán fundamento a nuestra existencia, pero siempre mantendremos en mente lo riesgoso de la muerte.
Es precisamente en este punto donde libertad, muerte, miedo y nihilismo se convierten en una receta mortífera para nuestra salud mental. Tenemos miedo a la muerte y constantemente intentamos reprimir esa idea. Al reprimir la muerte como posibilidad inmediata de nuestra existencia, creemos encontrar libertad; sin embargo, en nuestras sociedades de las eras industriales, sociedades profundamente nihilistas, confundimos satisfacción con felicidad. La satisfacción es efímera, es un placer que genera una gran descarga de sensaciones pero que en el momento posterior a su goce nos deja con un vacío tremendo. Por esa razón, nos refugiamos en el mundo de las cosas (de los entes, como diría Heidegger), buscando en el consumo desenfrenado de ese mundo la receta para huir de nuestro profundo miedo a la muerte.
Con las cosas y el consumo devoramos sin cesar nuestra vida. Buscamos nuestra felicidad en comprar constantemente objetos diseñados para ser obsoletos, en consumir incansablemente contenido e información (las redes sociales son la muestra máxima de ello), o en buscar autosatisfacción en la realización de lo que nos han enseñado que es una vida exitosa. Pero al terminar el día, la sensación de vacío por no poder consumir lo suficiente, por haber divagado tanto en los mares de información o por no haber logrado aún nuestra fantasía del éxito, se convierte en una carga que suele manifestarse en depresión.
Lejos han quedado las teorías clásicas que hablan de la areté, la búsqueda de la excelencia, pero no entendida en términos del escalamiento social, sino de hacer de nuestras vidas la mejor versión posible, no para el mercado, no para la pirámide social, sino para nosotros mismos. Por ello es necesario no dejar de lado nuestra vida contemplativa y el análisis constante de nuestra existencia, ya que como diría Sócrates, una vida sin examen no merece la pena ser vivida. Qué raro nos resultan ahora los tiempos muertos o los silencios incómodos (si se fijan, los dos adjetivos son peyorativos); qué raro nos resulta ver a alguien pensando una pregunta que le formulan; qué raro nos parece plantearnos las preguntas básicas de la filosofía: ¿para qué sirve eso? ¿Qué función podrían tener? Por eso mismo, no solo hemos hecho de las cosas nuestro pilar existencial, sino que nosotros mismos nos hemos cosificado con ello. Los gurús de la autosuperación ofrecen frases motivadoras y propagan ideas de mindfulness, pero no como forma de contemplar nuestra existencia, sino como breves descansos que nos permitan recargar y continuar con el consumo de la vida, o la búsqueda de nuestro yo “exitoso”.
Lejos ha quedado la idea aristotélica de la felicidad (eudaimonia), entendida como el hecho de que a la hora de llegar nuestra muerte podamos decir “he sido feliz”, porque la felicidad no es un estado que se alcanza, sino la forma en la que hemos construido nuestra existencia, la forma en que hemos construido nuestro proyecto. Hemos confundido la duda con el relativismo, la felicidad con el goce y la autorrealización con el éxito.
Esta carga cada vez mayor sobre nuestras vidas resulta por lo tanto supremamente pesada, porque nuestra posibilidad de morir sigue allí, y tenemos que lidiar con la obligación de alcanzar constantes momentos de placer o “felicidad”, aunque siempre sentiremos que nos falta, y mucho. Es así que ese peso exacerbado y esa frustración constante nos lleva a odiar nuestra vida, es decir, a llevar nuestra vida como un lastre (como la idea del camello en Nietzsche, donde el hombre vive su existencia como una carga) en vez de poder vivir nuestra vida, en el sentido pleno de la palabra, ¿cómo no pensar entonces en el suicidio?
Ahora bien, resulta curioso que esta organización social que año tras año nos ha ido empujando a dicha sobrecarga emocional, naturalizando la idea del suicidio, censure de forma tan tajante al mismo. Buena parte de ello tal vez se explique en nuestra tradición moral cristiana que ve en el suicidio un pecado (a menos que el mismo se explique por la fe o el Estado, ya que entonces sería un sacrificio y no un suicidio).
El problema, además, no es que nuestra sociedad condene al suicidio, al fin y al cabo, deberíamos crear sociedades en que esta idea no sea recurrente; el problema está en que desde la misma se propongan tan pocas acciones al respecto, que su condena no es más que un acto de hipocresía. El tratamiento al suicidio es principalmente punitivo, y pocas veces se le dan las dimensiones de acompañamiento psicológico que se merece, o de las reflexiones que debería suscitar el que nuestros sistemas de producción y consumo nos lleven a contemplar esta idea cada vez de forma más recurrente.
Ahora bien, para terminar, quisiera hacer una aproximación a un tipo de suicidio que cobra cada vez mayor relevancia en las discusiones sobre el derecho a la vida, pero también el derecho a una vida digna; este es la eutanasia, entendida como el tratamiento médico a través del cual se quita la vida a un paciente de forma deliberada y consentida (en la medida en que la enfermedad del mismo lo permita, o de lo que sus familiares decidan).
La eutanasia es una forma de suicidio en la cual se considera que la vida humana, si no es vivible de forma digna, puede ser quitada. Sin embargo, su concepción está limitada a enfermedades terminales y muy avanzadas. Cabe entonces preguntarnos ¿dónde empieza a ser indigna una vida? Casos como el recientemente ocurrido en Colombia, donde una mujer sin una enfermedad terminal estaba cerca de que le permitieran aplicársela, pone sobre la mesa un debate fuerte, que debe darse y cuyos límites no son del todo claros. Al fin y al cabo ¿quién es el dueño de la vida? ¿el individuo? ¿la familia? ¿la sociedad? ¿el Estado? ¿la religión?
Todo lo anterior pretende plantear que el suicido tiene muchas aristas, y una de ellas, cada vez más común, es la de las ideas suicidas derivadas de nuestro consumo del mundo de las cosas y nuestra cosificación en esa acción. Mientras no tomemos con seriedad este tipo de planteamientos, las ideas suicidas no solo se naturalizan, sino que se propagan indefinidamente. Hace falta hacer mucha filosofía del suicidio, el problema filosófico por excelencia.