Entre el colapso y la esperanza: cómo rearmar comunidad entre ruinas

¿Cómo sostener una promesa democrática sin caer en el cinismo ni en la ingenuidad? La ética de lo común aparece como horizonte necesario.
Por José María Jarry.
Una ética de lo común no es una receta, sino una orientación: un modo de mirar el mundo y de habitarlo con otros.
Desesperanza estructural: el malestar como atmósfera política
El clima político contemporáneo está atravesado por una atmósfera de desesperanza que va más allá de los partidos, liderazgos e incluso ideologías. Se trata de una idea que se filtra en la vida cotidiana y en la imaginación colectiva como un malestar, una especie de entumecimiento histórico que no logra proyectar el futuro. Esta sensación de agotamiento y fin de ciclo no es nueva, pero ha adquirido una centralidad inédita en la subjetividad contemporánea. La precariedad económica, la erosión institucional y el colapso ecológico han configurado un paisaje cada vez más inhóspito donde la política parece incapaz de ofrecer una salida.
En ese vacío, han emergido con fuerza figuras que convierten el colapso en un medio para crecer. Las derechas —particularmente en sus versiones radical y conservadora— han logrado capturar el malestar, articulando en clave autoritaria. En ese gesto reside su potencia: no apelan a grandes programas, sino a la necesidad afectiva de certidumbre. Frente a una política que ya no ilusiona, ofrecen claridades y autoritarismo.
El problema no es solo el contenido de sus propuestas, sino el tipo de vínculo político que instauran. Su fuerza no radica en la consistencia doctrinaria, sino en su capacidad de conectar con emociones: rabia, miedo, hartazgo. Canalizan la frustración hacia enemigos difusos, como migrantes, feministas, burócratas, políticos tradicionales, y promueven una política de exclusión y cierre. Es una forma de capitalizar la desesperanza sin asumir el riesgo de la transformación. No buscan construir una comunidad política renovada, sino destruir los pocos puentes que aún sostienen la vida en común.
El triunfo afectivo del neoliberalismo
Mark Fisher, en su libro Realismo capitalista (2009), propone que el principal triunfo del neoliberalismo no ha sido económico ni institucional, sino afectivo. Ha logrado instalar la percepción de que no hay alternativa, que el presente, por precario y desalentador que sea, es lo único que hay. Fisher sostiene que es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo, y que esa imposibilidad de imaginar otro orden socava la misma idea de futuro. La política, atrapada en esa lógica, se reduce a la gestión de lo dado. Los gobiernos ya no prometen transformación. La izquierda, incluso cuando gobierna, parece moverse en el mismo plano de inmediatez, con miedo a proponer algo que no parezca “realista”. La imaginación política está cercada.
Pero el colapso no es solo económico o político. También es subjetivo. Franco Berardi, en La fábrica de la infelicidad (2003) y en varios de sus ensayos posteriores, ha insistido en que la crisis contemporánea es, ante todo, una crisis del deseo. El capitalismo cognitivo, centrado en la velocidad, la competencia y la exposición permanente, ha producido un sujeto fatigado, ansioso y fragmentado.
El neoliberalismo no solo desmanteló lo público: también erosionó las condiciones mínimas para el vínculo, la empatía, el cuidado. La soledad, la depresión y la desconexión no son anomalías, sino consecuencias lógicas de un sistema que convierte a cada individuo en empresa de sí mismo. Así, la despolitización no se explica solo por la corrupción o la distancia de los partidos, sino por una experiencia cotidiana marcada por la imposibilidad de sostener lo común.
Autoritarismos afectivos: política sin comunidad
En este escenario, los liderazgos autoritarios emergen como respuestas funcionales. No proponen comunidad, sino obediencia y soluciones facilistas ancladas en la idea de “ellos contra nosotros”. No se sustentan en instituciones sólidas, sino en afectos intensos. El caso de Donald Trump en Estados Unidos es paradigmático. Su regreso al centro del debate político no se basa en logros de gobierno, sino en su capacidad de encarnar el resentimiento de una parte significativa de la sociedad.
La reciente intensificación de redadas migratorias por parte de la ICE muestra que no se trata solo de retórica: hay una lógica represiva en curso que responde al malestar con fuerza, vigilancia y exclusión. Se instaura así una política de excepción permanente, donde los derechos y las garantías democráticas se presentan como obstáculos para “poner orden”.
Este modelo no es exclusivo de Estados Unidos. Giorgia Meloni en Italia, Javier Milei en Argentina, Viktor Orbán en Hungría y tantos otros líderes han construido su legitimidad a partir de la promesa de destruir el sistema político tal como existe. Su oferta no es un nuevo contrato social, sino un acto de demolición. Prometen barrer con la “casta”, con los “progres”, con las instituciones “corruptas” o “ineficientes”. En lugar de reformas, se basan en un revanchismo y restauración de regímenes pasados. El resultado es una política que prescinde de la deliberación democrática y que encuentra su legitimidad en la excepcionalidad: cuanto más rompe, más atractivo se vuelve.
La renuncia progresista a disputar el sentido
Pero esta política del colapso no habría sido posible sin una renuncia previa: la renuncia a imaginar lo común. Durante décadas, incluso las fuerzas progresistas se replegaron a un lenguaje de gestión, abandonando la disputa por los sentidos, por la historia y por los horizontes compartidos. Se aceptó el marco neoliberal como único terreno posible y se dejó de lado el impulso transformador. La tecnocratización de la política, el reemplazo del conflicto por el consenso vacío y el desprestigio de las organizaciones sociales como formas legítimas de acción han contribuido a este escenario. La democracia, sin participación, deviene en un cascarón vacío.
Ética de lo común: política contra el cinismo
Sin embargo, como bien recordaba Gramsci en Odio a los indiferentes, aunque “parezca que la historia no sea más que un fenómeno natural que arrolla a todos”, la tarea política es precisamente disputar ese fatalismo. No basta con oponer discursos esperanzadores como quien lanza fuegos artificiales en medio de la noche. Es necesario construir una ética de lo común que haga posible organizar el malestar, no para aprovecharlo electoralmente, sino para transformarlo en base de una reconstrucción colectiva. Esa ética no se basa en la nostalgia, ni en el voluntarismo, sino en el reconocimiento radical de nuestra interdependencia.
Esta tarea implica recuperar el valor de lo público, redistribuir el poder y reconstruir instituciones que no se limiten a administrar, sino que vuelvan a ser espacios vivos de deliberación y encuentro. No se trata solo de garantizar derechos sociales, sino de restaurar los vínculos que permiten sostenerlos. Una comunidad no es una suma de individuos con garantías jurídicas, sino un entramado de prácticas, afectos y memorias compartidas. Reconstruir lo común exige tiempo, escucha y también imaginación.
Sostener una promesa democrática en tiempos rotos
Pensar políticamente en tiempos de desesperanza no puede reducirse a apelar a la épica o a repetir eslóganes vacíos. Tampoco basta con gestionar bien: se necesita un compromiso radical con la ética de lo común, entendida como una práctica política que reconoce que nadie se salva solo. Autores como Iris Marion Young han defendido la idea de una justicia estructural que no se limita a distribuir recursos, sino que interroga las condiciones que producen vulnerabilidad. Charles Taylor, por su parte, ha sostenido la importancia del reconocimiento como base de una política democrática auténtica. No hay libertad sin comunidad. No hay comunidad sin estructuras materiales que la hagan posible.
En esta línea, reconstruir lo común no significa idealizar el pasado ni negar los conflictos. Significa asumir que toda sociedad democrática está tejida por desacuerdos, pero que esos desacuerdos deben producirse en un marco compartido. Significa defender la política como espacio de mediación y no como guerra total.
Frente a la política del colapso, hay que disputar el sentido del Estado, de la economía, del territorio y del futuro. Implica repensar el trabajo, los cuidados, la ecología y la tecnología desde claves que no reproduzcan el aislamiento y la competencia, sino que fortalezcan los vínculos, la cooperación y el cuidado. Implica, en última instancia, no renunciar a la política como proyecto de transformación.
Tal vez el principal desafío de nuestra época no sea solo resolver los problemas que nos aquejan, sino sostener la pregunta: ¿cómo vivir juntos en un mundo que se deshace? Esa pregunta no tiene una sola respuesta, ni admite soluciones inmediatas. Pero sí exige una ética de lo común capaz de sostener la fragilidad sin caer en el cinismo. Una ética que, incluso en el colapso, apueste por lo común.
Esa ética de lo común no es una receta, sino una orientación: un modo de mirar el mundo y de habitarlo con otros. Requiere prácticas cotidianas, instituciones renovadas y una voluntad política que no se rinda ante la lógica del “sálvese quien pueda”. Supone reconocer que nuestras vidas están entrelazadas, que el bienestar individual depende de condiciones colectivas, y que la libertad no es tal si no está anclada en la justicia. Por eso, reconstruir lo común exige articular demandas sociales, recuperar lo público y resistir el empobrecimiento de lo político.
Supone también asumir la complejidad de los tiempos actuales sin reducirlos a dicotomías simples ni a soluciones mesiánicas. Frente al desencanto o la tentación autoritaria, es necesario sostener una promesa democrática que no sea ingenua, pero sí radicalmente comprometida con la dignidad y los derechos.
Quizás esa sea la tarea más difícil de todas: sostener una esperanza lúcida, una esperanza que no niegue la gravedad del momento, pero que tampoco claudique ante ella. Porque si algo sigue en disputa, es la posibilidad de trazar un rumbo común frente al desorden y la amenaza del presente.