¿Son compatibles violencia y democracia?
Una falla en la construcción del diálogo entre la ciudadanía y el poder político parece estar interponiéndose, cada día con mayor fuerza, en la renovación de la confianza en las instituciones políticas de nuestro tiempo. El uso de la violencia parece ser una consecuencia del divorcio cada vez más marcado entre ciudadanía y política. | Foto: DeJusticia.
Por Pablo Moreno Esbrí
Dale a un hombre un referéndum, y será libre un día; enseña a un hombre sobre la democracia y será libre toda su vida.
Introducción a la violencia
No existe género alguno de duda respecto a que los sistemas democráticos parlamentarios han copado las construcciones políticas estatales del mundo occidental. Fue para Europa el siglo XX uno convulso y autocrático, en el cual experimentó diversos tipos de autoritarismos estatalistas y normalizadores, donde el signo político que los auspiciaba no les eximía de las responsabilidades para con sus ciudadanos.
Desde la Rusia estalinista, la Italia fascista, o la España y Portugal militaristas, la represión, la deriva policial del estado, y la falta de libertades de pensamiento y obra, encarnadas todas en la figura de un Führer, un Duce o un Caudillo, fueron la tendencia política que reinó casi indiscutiblemente en la etapa de posguerra.
Pero tras la derrota de los poderes del Eje en la Segunda Guerra Mundial, y la caída de las dictaduras ibéricas más avanzada la segunda mitad de siglo, el viejo continente pareció recuperar el semblante de la democracia parlamentaria.
Y así ha sido hasta nuestros días. Aunque con diferencias en las construcciones de sus sistemas y en la pluralidad y polarización de los participantes del poder legislativo, la democracia representativa basada en los preceptos ilustrados es la norma política actualmente. Por más que las formas varíen, entre todos estos sistemas se mantiene un fondo común, una justificación: el diálogo.
Se entiende así que en una democracia, donde todos los habitantes de un estado pueden participar mediante su voto en elecciones y referéndums constituyentes, se establece un diálogo no solo entre el poder político y la ciudadanía (estos últimos designan, mediante sus acciones democráticas, al primero), sino también entre los ciudadanos.
Pero hemos sido testigos de cómo en la democracia representativa, dicho diálogo no ha podido mantenerse siempre. Las manifestaciones que acaban tomando un cariz violento, las cargas policiales y el vandalismo forman parte de nuestros sistemas, nos guste o no. Desde Mayo del 68 (que tenía ínfulas de verdadera revolución, y acabó cimentando el renacimiento de la democracia liberal) hasta los disturbios derivados del movimiento independentista catalán o del movimiento Black Lives Matter (BLM) en los Estados Unidos, la violencia callejera forma parte, hasta ahora ineludible, del vocabulario político de nuestro tiempo.
Dichos disturbios, antes que atacados verbalmente, deben ser analizados bajo un prisma crítico como lo que representan: una falla en la construcción del diálogo entre los ciudadanos y el poder político. A lo largo de este artículo se analizará la efectividad de las protestas violentas en sistemas democráticos, qué semilla tienen estas mismas, y cómo puede subsanarse un problema que lastra la convivencia cívica.
La efectividad de la violencia
Bajo este primer epígrafe haremos una aproximación a la eficacia de los disturbios violentos en sistemas democráticos, basándonos no solo en estudios sino en testimonios escritos de algunos de los “radicales” más notorios de la segunda mitad del siglo XX.
Antes de comenzar, me gustaría realizar un inciso con respecto al término revolución y sus derivados, ya que en los casos que se citan a continuación éste no tiene tanto una acepción de planteamiento y cambio integral del sistema político, económico y social, sino que se refiere más bien a la adopción de diversas reformas dentro del mismo marco institucional.
Los autores citados no llegaron a plantear seriamente la ruptura con el capitalismo y la democracia liberal, y por lo tanto su uso del término revolución se encuentra más cerca del reformismo.
Lo cierto es que el empleo de la violencia parece reducir la capacidad de un movimiento ciudadano para que sus reclamaciones sean realizadas. Esta es la conclusión de un estudio de la Universidad de Columbia, donde se realiza un análisis de diferentes protestas acontecidas durante todo el siglo XX y los primeros años del XXI, y del éxito de las mismas, medido en función de la implantación de las reivindicaciones que estas defendían.
Los datos son claros: un 56% de las protestas no violentas, basadas en métodos de desobediencia civil, lograban triunfar, mientras que solo lo hacían el 23% de aquellas que utilizaban diversos grados de violencia. Los autores del estudio señalan dos factores diferenciales principales: la justificación de la respuesta por parte del Estado y la capacidad de negociación.
Así, cuando la respuesta a una protesta no violenta se realiza de forma violenta, mediante los cuerpos de seguridad del estado, esto genera internamente un clima propicio a la desobediencia por parte no solo de los agentes de dichos cuerpos, sino del resto de la ciudadanía que no forma parte de la protesta, aumentando así la solidaridad entre los ciudadanos hacia las reivindicaciones pertinentes.
También puede generar esta violenta respuesta un clima de desaprobación internacional, lo cual socavaría aún más la credibilidad y la legitimidad del estado que utiliza dichos métodos represivos. Además se demuestra en dicho estudio que la actitud hacia la negociación por parte de los poderes políticos es más positiva cuando las protestas se han realizado de forma pacífica (1).
Esta importancia angular de la desobediencia civil, de la resistencia pacífica, del abandono de la vía coercitiva en las protestas en regímenes democráticos la entendió a la perfección el “radical profesional” americano Saul Alinsky. Fue un activista y escritor que aplicó formas de organización ciudadana en diversos barrios marginales de la geografía estadounidense para poder así articular mejor sus protestas y reivindicaciones.
En su libro, “Tratado para radicales”, donde comenta sus experiencias al frente de diversos movimientos por los derechos de los más desfavorecidos, extrayendo de ellos enseñanzas y premisas que puedan guiar al revolucionario, cuenta cómo utilizó tácticas poco ortodoxas, basadas más en una teatralidad y comicidad que en el puro enfrentamiento político.
Un ejemplo es cuando propuso llenar el teatro donde tocaba la Orquesta Filarmónica de Rochester de negros de un gueto específico con unas reivindicaciones político sociales, los cuales habían comido alubias durante las tres horas previas al concierto. De esta manera, según el autor, las flatulencias obligarían a detener el concierto antes de su final, y el ridículo mayúsculo que sentirían las instituciones culturales y políticas locales les obligarían a tener en consideración las protestas de la población afroamericana que en aquel momento representaba Saul.
El autor destaca de esta táctica que coloca la lucha social fuera de los marcos de experiencia del status quo (más acostumbrado a las protestas callejeras y a los disturbios), que generaría una situación cómica, y, y este punto lo destaca enormemente, que la gente que reclamaba sus derechos se lo pasaría bien. Su libro se encuentra lleno de más de estas tácticas de enfrentamiento no directo, donde la comicidad y la teatralidad tienen mucho más peso que la fuerza o el vandalismo (2).
Otro movimiento por los derechos civiles que también comprendió la importancia de la teatralidad fue el movimiento Yippie, que tuvo su apogeo durante los años 60 y 70 en Estados Unidos. Su fundador y cabeza visible (aunque no líder, ya que era esta una organización acéfala y vertical) fue Abbie Hoffman, conocido por ser uno de los 7 de Chicago, un grupo de activistas que fueron juzgados por su participación en protestas contra la guerra de Vietnam en el 1968.
Aunque en su libro, “Roba este libro”, Abbie no solo defiende sino que explica el uso de diversas armas a la hora de realizar actos de activismo social o revolucionarios (3), las tácticas utilizadas por el movimiento Yippie siempre se vieron revestidas de un halo de comicidad casi bizarro.
Así, por ejemplo, cuando estos realizaron una marcha hacia el Pentágono, símbolo del poderío del estamento militar estadounidense, su plan principal consistía en rodear el edificio y realizarle un exorcismo, que haría que levitase. Para ello, llegaron incluso a pedir los permisos burocráticos correspondientes (4).
La prensa nacional se hizo eco del suceso, y escribieron ríos de tinta sobre el mismo, sin darse cuenta de la publicidad gratuita que estaban brindando al movimiento Yippie. Abbie Hofmann entendió, al igual que Saul Alinsky, que la teatralidad y la comicidad suponían una mejor arma a la hora de extender sus reivindicaciones que la confrontación pura y dura.
La génesis de la violencia
La violencia resta efectividad y probabilidades de éxito a los movimientos sociales que la utilizan como medio, tal y como hemos visto, y aun así, sigue siendo común observar cómo diversas manifestaciones y protestas callejeras acaban resultando en vandalismo, destrucción de mobiliario urbano, e incluso en saqueos. Bajo este epígrafe trataremos de ver qué puede motivar a los manifestantes para llevar a cabo dichos comportamientos, más allá de la brutalidad ciega que muchas veces se les adjudica en los escandalizados medios de comunicación.
Comenzaremos estudiando las motivaciones que llevan a aquellos ciudadanos que protestan a destrozar el mobiliario urbano de las mismas ciudades que habitan. Esto parece algo carente de racionalidad, movido por una rabia ciega: ¿Qué te empujaría a destrozar algo que está pagado con tu dinero y colocado para tu uso?
Detrás de estas acciones parece esconderse el hecho de que los manifestantes, en su enajenación por no ser escuchados por las instituciones y, como ocurre en muchas ocasiones, al ser violentamente reprimidos por los cuerpos de seguridad del propio Estado del que son ciudadanos, adquieren cierto distanciamiento con respecto de los bienes públicos.
Así, ese contenedor que queman, esa farola que revientan a pedradas o ese buzón que derriban a patadas, ya no lo sienten como propio, como suyo, dejan de alguna manera de sentir los lazos que les unían con las instituciones políticas y con los resultados de dichos lazos (5). Es esta mutilación de sus bienes una nacida de la desesperación de no ser oídos, como una suerte de último recurso, al que acuden cuando se ven impelidos a alejarse de ese Estado que les hace oídos sordos.
Un fenómeno parecido es el que ocurre cuando los manifestantes se dedican, en medio de la confusión de una manifestación que ha tomado tintes violentos, a saquear diversas tiendas y comercios. Esto fue algo por lo que muchos estadounidenses conservadores pusieron el grito en el cielo durante las protestas de 2020 del BLM, y a los manifestantes se les tachaba burdamente de criminales sin realizar siquiera un ejercicio de reflexión acerca de sus motivos.
Para ilustrar este punto, el filósofo eslavo Slavoj Zizek explicaba en su película “A pervert’s guide to ideology” que al tratar de analizar estos sucesos uno debe alejarse del discurso utilizado arquetípicamente, que trata de justificar y casi de eximir a los saqueadores debido a sus condiciones de vida (barrios con alto índice de criminalidad, padres desatentos durante la infancia, poca holgura económica en el seno familiar, una educación altamente deficiente, etcétera).
Explica que el ser humano tiene “un margen de libertad a la hora de decidir como subjetivamos estas condiciones objetivas”, es decir, cómo construimos alrededor de estas condiciones nuestra personalidad y nuestro propio mundo. Y en esa construcción impera también la ideología hegemónica (6). Por lo tanto, según el filósofo, cuando los manifestantes saquean tiendas y comercios, están consumando en última instancia la ideología consumista capitalista. Así, en esos momentos confusos, donde parece que todo sentido del orden y de la justicia se encuentra difuminado, “la única ideología que funciona es el consumismo puro”.
Por lo tanto, como hemos visto, las actitudes violentas de las cuales se revisten usualmente muchas protestas tienen un componente ideológico más profundo. No son meros actos vandálicos irracionales, sino que operan según una construcción ideológica en un momento de caos y de desamparo con respecto a las instituciones que, supuestamente, debían escucharlos y ayudarles a alzar su voz.
La solución a la violencia
Una vez que hemos analizado someramente las causas subyacentes a la expresión violenta en manifestaciones y protestas, nos hacemos mejor a la idea de cuáles pueden ser las soluciones más factibles y eficaces.
Desde los sectores más conservadores de la sociedad, sobre todo en posiciones de relativa comodidad como la clase media (una dominada por la inercia social, según el propio Alinsky antes mencionado), la solución que se apoya es un aumento en las medidas coercitivas, mediante una mayor actuación y una logística más represiva por parte de las fuerzas de seguridad del estado.
Esta alternativa pasa no solo por ser una medida de recuperación del control perdido en la caótica vorágine que se dispara durante una manifestación violenta, sino también como una medida de castigo. Muchas veces se oyen acompañar los apoyos a los agentes antidisturbios con un “Se lo merecen, se lo han buscado” o derivados de la misma fórmula.
Este prisma es exactamente el mismo que impera en el sistema judicial punitivo, que es el más extendido en el mundo occidental. Este sistema se basa en castigar las faltas que una persona comete mediante una pérdida para él mismo, ya sea monetaria o física (como pasar un tiempo en prisión) (7, 8).
Lo cierto es que este sistema, y las ramificaciones que tiene a la hora de tratar con la violencia durante las manifestaciones, plantea serias dificultades. Nos encontramos con algunas dificultades sencillamente morales, ya que es un debate abierto el quién, cómo y cuándo se debe ejecutar un castigo hacia un malhechor, pero también con debates acerca de su efectividad.
Cuando uno piensa que alejar a los criminales de las calles repercutirá beneficiosamente, estaría dejándose llevar por los cantos de sirena de este sistema, que lidia con la forma y no con el fondo de la criminalidad. Así, cuando una persona roba, atraca, o trafica con drogas, existen unas condiciones socioeconómicas que le han empujado a realizar dichas actividades, que además no se ven ni subsanadas ni siquiera analizadas como causas en un sistema punitivo.
Frente a este se están erigiendo alternativas como la que surgió en suelo estadounidense tras el terremoto social que fueron las protestas contra el asesinato de George Floyd y el movimiento BLM. Este proyecto se conoce como ”Defund the police”, y busca redirigir los fondos que iban en un principio hacia los cuerpos policiales, hacia causas sociales que puedan ayudar a individuos en situación de exclusión a insertarse correctamente en la sociedad (9).
Si esta misma lógica, la de tratar de atajar los problemas de fondo y no solo en su forma visible, la aplicamos a la hora de buscar posibles soluciones para lidiar con las manifestaciones vandálicas y violentas, nos encontramos con que aumentar la presencia policial, y darle a este mayor poder no servirá.
Los individuos que acaban cometiendo actos violentos durante las protestas se encuentran, como vimos en el epígrafe anterior, bajo la enajenación de verse apartados y desamparados con respecto a su estado y a sus instituciones. Por lo tanto, la situación que cabe pensar funcionaría mejor es la de aumentar la participación ciudadana en los poderes políticos.
Una democracia representativa nunca podrá tener legitimidad a la hora de reaccionar ante una crisis que ha surgido de forma espontánea, ya que a la hora de votar el electorado no conoce de forma fehaciente la vía de acción que tomará tal o cual partido, solo puede intuirla, y es por ello que es necesario establecer mecanismos como plataformas ciudadanas o referéndums vinculantes que permitan a los ciudadanos regir su propia sociedad frente a una situación inesperada.
Por supuesto, esta solución que aquí esbozamos no solo se consigue aumentando las posibilidades de actuación, sino reforzando el marco democrático, mediante una mayor cultura y una mejor educación política.
Conclusión
La violencia dentro de los regímenes democráticos en los que vivimos no es una enfermedad, sino un síntoma, pero no de la falta de herramientas para ejercer la soberanía. Es el fenómeno tras el cual se esconde, en muchas ocasiones, la falta de educación y cultura democrática que impera en nuestra sociedad actual.
La política cada vez está más alejada del ciudadano medio, produciéndole cada vez más hastío y desidia, y estas acaban saliendo disparadas o bien en la forma de una apatía desinteresada, bien en la forma de la violencia callejera.
Sea como fuere, es necesario que cuando alguien apunte a la luna dejemos de mirar el dedo, es decir, que comencemos a tratar este tema con la seriedad que necesita, y que comencemos a articular soluciones que de verdad satisfagan el anhelo democrático popular.
Referencias
- CHENOWETH, E., & STEPHAN, M. J. (2011). Why Civil Resistance Works: The Strategic Logic of Nonviolent Conflict. Columbia University Press.
- Alinsky, S. D. (2012). Tratado para radicales. Manual para revolucionarios pragmáticos. Traficantes de Sueños.
- Hoffman, A., Haber, I., & Cohen, B. (1995). Steal this Book. Amsterdam University Press.
- Urgo, J. R. (1987). Comedic Impulses and Societal Propriety: The Yippie! Studies in Popular Culture, 10(1), 83–100.
- Horvat, S., Palibrk, I., Ortega, A. M., & Rico, A. S. (2017). El discurso del terrorismo (Spanish Edition) (1ste editie). Katakrak.
- Fiennes, S. (Director). (2012). A pervert’s guide to ideology [Película].
- Hermann, Donald H.J. (2017) «Restorative Justice and Retributive Justice: An Opportunity for Cooperation or an Occasion for Conflict in the Search for Justice,» Seattle Journal for Social Justice: Vol. 16 : Iss. 1 , Article 11.
- Walen, Alec, «Retributive Justice», The Stanford Encyclopedia of Philosophy (Summer 2021 Edition), Edward N. Zalta (ed.), URL = <https://plato.stanford.edu/archives/sum2021/entries/justice-retributive/>.
- Leah A. Jacobs, Mimi E. Kim, Darren L. Whitfield, Rachel E. Gartner, Meg Panichelli, Shanna K. Kattari, Margaret Mary Downey, Shanté Stuart McQueen & Sarah E. Mountz (2021) Defund the Police: Moving Towards an Anti-Carceral Social Work, Journal of Progressive Human Services, 32:1, 37-62, DOI: 10.1080/10428232.2020.1852865