ESPECIAL SIRIA | Entre la esperanza y el sectarismo + Galería Fotográfica

Tras la caída del régimen de al-Assad, Siria intenta rehacerse entre promesas de paz, tensiones sectarias y una sociedad aún profundamente dividida.
Por Illimani Patiño, corresponsal de EDP en Siria.
Un gobierno que proclama tolerancia al mundo, pero cuya sombra sigue siendo sectaria y vengativa.
El dilema de Siria: entre la esperanza y el sectarianismo
Recorrer Siria hoy es caminar entre los escombros de una guerra que arrasó mucho más que la infraestructura del país: fragmentó profundamente el tejido social de una sociedad caracterizada históricamente por la convivencia entre diferentes etnias (árabes, kurdos, armenios y arameos) y religiones (suníes, chiíes, alawitas, cristianos ortodoxos, druzos y judíos), alteró el orden económico global y redefinió el poder político regional.
Las ciudades están siendo reconstruidas físicamente, pero el tejido social sigue profundamente fracturado. La guerra ha dejado más que ruinas; ha disuelto comunidades, dispersado familias y marcado para siempre la identidad de estos lugares. Cada rincón de estas ciudades, aún en reconstrucción, recuerda la violencia y la destrucción vivida, y en muchos de sus habitantes persiste una sensación de pérdida irremediable. No basta con levantar los edificios, no basta con reparar las carreteras, porque el alma de estas ciudades aún está rota.
Tras doce años de guerra, en los ojos de muchos sirios —ya sea en Damasco, Alepo o en la diáspora— comienza a vislumbrarse una tenue esperanza, alimentada por la reciente caída del régimen de Bashar al-Assad a manos de la coalición opositora liderada por el grupo islamista Hayat Tahrir al-Sham (HTS).
Este giro en el conflicto ha llevado, de facto, al poder a Ahmed al-Charaa, islamista conocido anteriormente como Abu Mohamed al-Golani, quien ha sido recibido por Turquía, Estados Unidos y gran parte de la comunidad internacional como un líder pragmático, dispuesto a garantizar la convivencia entre las distintas minorías del país, impulsar la reconstrucción de una nación devastada y cooperar con las potencias regionales para asegurar la estabilidad en Medio Oriente. En otras palabras, un actor funcional que, al menos por ahora, no representa un obstáculo para los intereses geopolíticos de Ankara, Washington, Tel Aviv y Riad.
Para el sirio ‘de a pie’ la prioridad parece ser la estabilidad. “Tenemos mucha ilusión por el fin de las sanciones económicas al país. Esperamos que lleguen más turistas, mayor inversión desde Arabia Saudí. Esperamos que nuestros familiares en Turquía y Alemania puedan volver” me decía un pequeño comerciante de telas suní mientras abría su puesto en el popular mercado de Al-Hamidiye, en el centro de Damasco.
Mientras tomábamos un café con cardamomo, su rostro se endurecía al recordar los ataques indiscriminados contra civiles en su ciudad natal, Hama, perpetrados por las tropas del “ibn kalb al-Assad” —el “hijo de perro al-Assad”, como lo llaman con rabia contenida muchos de sus detractores. A su vez, se manifestaba con esperanza frente a un nuevo gobierno que ha logrado un relativo nivel de paz.
Y es que, a pesar de que la moneda continúa fuertemente devaluada, la pobreza es generalizada, la inversión extranjera llega con cuentagotas, la electricidad apenas funciona tres o cuatro horas al día, y gran parte de la población sobrevive gracias a las remesas enviadas por los seis millones de sirios que abandonaron el país desde el inicio de la guerra civil, el nuevo gobierno ha traído un renovado sentido de esperanza. Para millones de ciudadanos, representa una ruptura con décadas de autoritarismo, represión y corrupción bajo el antiguo régimen.
El drama de las minorías: nuevo régimen, viejos miedos
Sin embargo, basta con salir del mercado por la milenaria Vía Recta de la ciudad antigua para encontrarse con un panorama completamente distinto. En el vecindario de Al-Amin, de mayoría musulmana chií, reina el temor. Gran parte de sus habitantes teme correr la misma suerte que las más de un millar de personas asesinadas en marzo de este año en las provincias de Tartus y Latakia por milicias islamistas afiliadas al nuevo gobierno.
Temen ser identificados como remanentes del antiguo régimen, que contaba con el respaldo de Hezbollah —la principal milicia chií de la región— y, por ello, convertirse en blancos de represalias.
“Nunca sentí tanta división en la sociedad siria. Nunca hubo tanto sectarianismo. Sin embargo, aún tengo la esperanza de que la violencia no escalará más” nos dice Ahmad, nativo de Al-Amin.
Seguimos nuestro recorrido por la Vía Recta, atravesando el pintoresco barrio judío hasta llegar al corazón del barrio cristiano de Bab Touma. En sus cafés, se despliega el clásico paisaje damasceno: hombres y mujeres de todas las edades beben café con cardamomo, fuman shisha —o narguila— y escuchan, en la misma mesa, las inconfundibles voces de Fairuz y Umm Kulthum, mientras juegan a los tradicionales juegos de mesa de la región. Es una escena que, pese a todo, parece resistirse al paso del tiempo y al peso de la historia reciente. Aun hay gran parte del país controlado por milicias distintas a las del gobierno.
Al caer la tarde, decidimos tomar un minibús hacia el barrio de Jaramana, una zona de mayoría drusa —una religión derivada del islam chií— conocida por su vibrante vida juvenil. Sin embargo, en el camino escuchamos una explosión, seguida de ráfagas de disparos. Más tarde nos enteramos de que un islamista había ingresado en la iglesia ortodoxa griega del vecino barrio de Dueila y se había inmolado, causando la muerte de más de 30 personas y dejando al menos 60 heridos.
Nos refugiamos en un bar de la zona, donde algunos locales nos contaron que, pese a la aparente calma, en los últimos días habían aparecido pintadas en varias iglesias del centro del país con la amenaza: “Ustedes serán los siguientes”.
Al día siguiente, cientos de cristianos se tomaron las calles del centro de la ciudad para repetir lo que tantas veces se cantaba en las manifestaciones contra al-Assad: Wahed, Wahed, Wahed, al-Shaab al-Suri Wahed, o uno, uno, uno, el pueblo sirio es uno como una reivindicación en contra del sectarianismo y la represión. El presidente interino Ahmed al-Charaa condena los atentados y reitera su compromiso con la paz, la tolerancia y la unidad del país.
Más tarde regresamos a la zona afectada por el atentado. Escuchamos a algunos vecinos murmurar: el gobierno insiste en culpar al Estado Islámico… pero muchos creen que pudo haber sido obra de alguno de los grupos islamistas que operan dentro del propio régimen. Esa es la percepción que prevalece entre buena parte de las minorías. Un gobierno que, de cara al mundo, proclama moderación, tolerancia y reconciliación, pero cuyas milicias aliadas aún reivindican el sectarismo religioso y la venganza.
Un país en reconstrucción pero aún dividido
En las ciudades y carreteras del país, miles de excombatientes de milicias cercanas a Al-Qaeda patrullan las calles con el objetivo de garantizar la seguridad prometida por el gobierno. Están armados hasta los dientes, a bordo de camionetas Toyota recientemente pintadas con el logo de la seguridad general y con el equipamiento militar que Occidente ha suministrado.
Para algunos, la presencia de estos combatientes no ofrece paz, sino una falsa sensación de control, una situación donde las lealtades se compran y se venden y donde las promesas de seguridad nunca se cumplen del todo. El miedo al caos y el sectarismo siguen latentes en paralelo a la esperanza de la paz y el comienzo de una nueva era.
En gran parte del país, el gobierno central aún no tiene el control total. En el noreste, las milicias kurdas de las Fuerzas Democráticas Sirias aún siguen esperando un acuerdo que les garantice mantener la autonomía política que han defendido con sangre. Su proyecto progresista, feminista y posnacionalista, que en muchos aspectos se aleja de la narrativa oficial del gobierno de Damasco, continúa siendo una piedra en el zapato para aquellos que desean imponer un control absoluto.
Al oeste, aún hay reductos de milicias alawitas cercanas al antiguo régimen. Estas milicias, que desempeñaron un papel clave en la supervivencia de Bashar al-Assad, temen que el resurgimiento del poder central traiga consigo nuevos episodios de represión y violencia sectaria como las de abril, donde fueron asesinadas más de mil personas.
Al este, el resurgimiento del Estado Islámico sigue siendo una amenaza latente. Aunque su territorio se ha reducido significativamente, sus células siguen activas, realizando ataques esporádicos en diversas regiones. A pesar de las victorias militares de las fuerzas internacionales y del régimen, ISIS sigue representando una sombra, una presencia que nunca desaparece del todo.
Al sur, la situación no es menos tensa. Los recientes enfrentamientos entre los drusos, los beduinos y el ejército sirio han dejado más de 1100 muertos, 80.000 desplazados y la intervención de Israel, que, ante la escalada de violencia, ha lanzado ataques aéreos sobre el territorio sirio. Los combates en el sur del país reflejan una lucha por la supervivencia, donde cada comunidad, consciente de su fragilidad, trata de proteger sus propios intereses. La intervención israelí, aunque breve, ha resaltado la compleja red de actores externos que juegan en este conflicto, una red donde las lealtades cambian constantemente.
En la Siria de posguerra, cada minoría —cristianos, kurdos, drusos, alawitas y chiíes— sigue buscando garantizar su autonomía y supervivencia en un contexto marcado por la desconfianza y la fragmentación. Muchos no confían en la buena voluntad del gobierno central, mientras que otros recelan de algunas milicias islamistas que integran la coalición actualmente en el poder.
La coexistencia forzada de múltiples grupos armados con intereses enfrentados ha contribuido, sin lugar a dudas, a la profunda desintegración del país. Aunque el gobierno de Al-Charaa insiste en que la guerra ha terminado y que la estabilidad ha sido restablecida, estas comunidades —a menudo blanco de ataques y represalias— contemplan el futuro con cautela y escepticismo.